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  • Foto del escritorCronista de lo Obvio

Seis Balas


La endeble puerta de metal no necesitó más que un empujón sutil. Ya estaba adentro de la casa. Aguardó unos instantes al lado de la entrada, para habituarse a la escasa luz de la calle que entraba por la ventana que estaba arriba de la cocina, y comenzó a avanzar con lentitud y cautela.

Cerrá el ocote o te reviento la cabeza de un balazo”, el recuerdo de la noche anterior encendía su lado más salvaje. Se mordió la parte inferior del labio, para contener la ira, y siguió caminando con una mano adelante, para guiarse con el tacto.

La cocina ahorraba en adornos. Tenía una mesa en el centro, cuatro sillas, una pileta pequeña, una heladera Siam que roncaba a mitad de la noche y un horno viejo, blanco y negro. Hacía mucho frío allí adentro. El techo de chapa ofrecía una resistencia paupérrima a la helada que estaba cayendo sobre la ciudad, dejando pasar el frío como una barrera levantada. Se tomó las solapas de la campera para juntarlas a su cuello y avanzó hacia la mesa, en donde había un paquete transparente que envolvía muñeca de plástico, con el cabello rubio y los ojos azules. Al lado había un cartel que decía: Feliz cumpleaños, Princesa.

Che, culeada, vos no grités o a vos también te reviento”, tuvo que sacudir la cabeza para quitarse el recuerdo. Atravesó la cocina por un arco y entró a una pequeña sala que tenía un sillón viejo, una TV grande y cuadrada de épocas remotas que en el techo tenía dos agujas de tejer clavadas en una papa, y una tabla de planchar, sin plancha.

¡Dame la billetera, dale ocote, dale!”. El pasillo hacia las habitaciones estaba aún más oscuro. Ingresó en él y volvió a quedarse quieto para habituarse a la oscuridad, mientras sacaba lentamente el revólver que tenía en la cintura. Con la prepotencia de las balas que hervían en su puño, retomó el avance silencioso, abriéndose en la negrura.

A la derecha se encontró con una habitación de tres por tres, en la que había cuatro camas. Suponía que allí dormirían los niños, al menos la cumpleañera, la que iba a recibir la muñeca con el dinero que le habían robado.

Siguió caminando y llegó a la habitación principal, justo al frente del baño. Entró en ella aguzando los sentidos. La luna era clara y entraba por los vidrios desnudos del cuarto, mejorando la visibilidad. Hacía un frío que petrificaba los huesos. El tipo estaba ahí, durmiendo profundamente del lado izquierdo de la cama, más cerca de la puerta de entrada. Del otro lado estaba su esposa.

Avanzó dos o tres pasos hasta estar cerca de él, y le apuntó con el arma. "Te voy a encontrar y te voy a reventar", le había prometido tras el robo. "Si matás a alguien porque te robó la billetera sos un hijo de puta, yo jamás te hubiera disparado", le respondía el ladrón mientras huía.

Acercó más el arma al rostro de su víctima. Disfrutaba el momento, por eso se tomaba todo el tiempo del mundo. Cuando el cañón estuvo a milímetros de la frente, le dio un leve golpecito. El hombre abrió los ojos, confundido, sin saber bien lo que pasaba, hasta que reconoció el rostro en medio de la oscuridad. -Tenés razón, soy un hijo de puta-, le susurró antes de disparar.

Salió de la habitación lentamente, con el arma humeante pegada al muslo, esperando una reacción, un grito, un tibio intento de revancha familiar para reaccionar con decisión. Todos en la casa habían despertado por el ruido del disparo, pero ninguno se animó a reaccionar, hasta que la esposa del ladrón saltó de la cama como una bestia embravecida, como si el ensueño le hubiese impedido reaccionar más temprano, y comenzó a gritarle obscenidades y amenazas. No la soportó. Se dio vuelta y le disparó. El balazo le pegó en el cuello. La mujer cayó al piso después de golpear la cabeza contra la cama, retorciéndose ante una catarata de sangre que manaba en chorros espesos y oscuros.

Los chicos, que eran cuatro, rompieron en llantos desconsolados y en gritos desgarradores, llamando a sus padres con temor, como conscientes de que no encontrarían ninguna respuesta. El miedo los paralizaba, pues no se movían de sus camas, sólo gritaban y gritaban y lloraban y tosían y escupían mocos y volvían a gritar.

Cada quejido era como una daga que le entraba por la sien y se quedaba dando vueltas por el cráneo, afilada y cortante. El agudo dolor lo obligaba a tomarse la frente con la mano libre. Cerraba los ojos con fuerza tratando de contenerse, hasta que movió la mano libre y sopesó el arma. Cuatro disparos más apagaron los gritos; el placentero silencio había regresado.

Salió otra vez al pasillo, caminó lentamente, respirando hondo y sonriendo. Estaba extasiado. El olor de la pólvora, la sangre que corría por sábanas y mosaicos, la omnipotencia del verdugo; se sentía un Dios, dueño de vidas y muertes. Un Dios que, como tal, puede darse el lujo de la crueldad sin perder santidad. El poder de ejercer la violencia, de apagar latidos, de provocar las últimas expiraciones de vidas, de ojos abiertos, de pupilas brillantes, de voces y mentes y sonrisas y abrazos, lo había+ emborrachado de placer. Mejor que el sexo, pensó en una algarabía desquiciada, escribiendo mentalmente un cronograma de venganzas futuras.

Cruzó la sala donde estaba la papa sobre el televisor y la tabla de planchar sin plancha y se detuvo ante el sordo ruido de un empujón que casi arrancó de cuajo la puerta de entrada, la misma que había usado para empezar con la matanza.

Eran cuatro los que entraron y estaban nerviosos. Atrás había más gente. Uno de ellos encendió la luz de la cocina y los cuatro se detuvieron ante el arma humeante y la sonrisa soberbia. Fueron unos segundos que parecieron años, hasta que uno de ellos reaccionó y le preguntó por la suerte de Tito.

Él les apuntó, seguro de sí mismo, erguido como una deidad: -o se van o les va a ir como a ellos.

Los sujetos también sonrieron y avanzaron hacia él. -Ya tiraste seis tiros, otario-, dijo uno de ellos.

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