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  • Foto del escritorCronista de lo Obvio

La Expulsión

Actualizado: 14 may 2021


Las dos manos apretaban el pliegue de la pollera gris y la mirada paseaba por la imponente habitación. El joven que estaba del otro lado del escritorio todavía no había empezado a hablar. Estaba con su teléfono, gesticulando y sonriendo. Al parecer, la noche anterior se había divertido.

El escritorio era tan grande y alto, que se sentía minúscula, ahí, toda chiquitita con su pollera gris, al estilo maestras de foto blanco y negro, su saco tejido de color bordó gastado, casi rosado viejo, y el cabello recogido en una lisa y prolija coleta oscura.


El hombre dejó el teléfono y le dedicó una sonrisa a medias, no seca, sino comprensiva. Se dio cuenta porque a la vez que sonrió, asintió levemente con la cabeza y entrecerró los ojos. Era un gesto sincero, pero poco empático, no tanto por desidia, sino más bien por incapacidad. Aunque por el lugar en donde estaba, por su ropa, las palabras tan lindas que usaba al hablar y su pulcritud, le infundaba respeto, no encontraba las coincidencias entre ambos en el sentir, el ser y el pensar que el muchacho asumía por el simple hecho de que su actitud era comprensiva.


Esa buena intención, no obstante, la enternecía. Aunque comprendía perfectamente que era una bondad superflua, una buena intención tan vacía como las calles de la ciudad un lunes a la madrugada, tan ingenua que rozaba lo estúpido, porque buscaba cambiar el mundo desde la extrañeza, trataba de mejorar aquello que no entendía, al menos tenía la intención de mejorar el mundo.


Y, más allá de sus dificultades, tenía razón en algunas cosas que decía. Ella era una anciana, lo que quería decir que tenía tiempo pisando esos caminos y sabía lo que estaba pasando. El sol del invierno cordobés ya no abrigaba con la misma intensidad que años anteriores. Era de un amarillo más pálido, terroso, apagado. En verano, tampoco enceguecía, aunque sofocaba como nunca antes.


Pero el olor era lo más notable. El olor era distinto. Le costaba explicarlo en palabras, porque no sabía a qué olía en esos tiempos, pero antes, en primavera, por ejemplo, se sentía el olor de las hojas naciendo en los árboles, de los yuyos que invadían los suelos marrones de las plazas y parques, del polen que hacía sufrir a los alérgicos. El verde surgía a la vera del río y la humedad de la tierra también emanaba sus olores. Aún cuando Córdoba ya era una ciudad motorizada y perturbada por los caños de escape, la fragancia primaveral se sentía con fuerza y claridad. Pues eso se había perdido.


Mientras ella divagaba por su memoria sensorial, el joven seguía firme en su monólogo, plantado en las palabras y asumiendo que tenía un público pendiente de su brillantez. Le contaba lo que ella ya sabía porque lo había escuchado en las noticias: como la humanidad había destruido los ecosistemas y talado los árboles, todos los países se habían reunido, en un hecho histórico, y había desarrollado un nuevo programa que establecía pulmones verdes en áreas estratégicas del planeta. No tenía ni idea de qué mierda quería decir estratégica, pero sonaba importante. Como que salía de la boca de la gente que había estudiado, y ella sí que respetaba el conocimiento. Y ese joven era convincente porque sonaba inteligente. Y hablaba, hablaba muchísimo.


En algún momento del largo parlamento, ella se perdió en la escenografía porque nunca en su vida había estado en una habitación así, tan grande y espaciosa. Si trazaba un cuadrado comprendido por la distancia entre el joven hablador y ella y los espacios que se abrían hacia los costados, dibujaba el contorno de su cocina. Y si contaba los metros hacia atrás, pensaba que incluso entraría su cuarto. O sea que si encontraba un espacio para poner el otro cuarto y la salita, podía meter toda su casa en un espacio apenas mayor al despacho de un jovencito imberbe, que mientras seguía con su sana intención de salvar el mundo por la deforestación y la devastación del hombre, apoyaba sus antebrazos en el enorme escritorio de madera. A sus costados, dos portarretratos, también de madera, mostraban fotos de gente blanca y bella. Detrás suyo, una serie de títulos importantes eran sostenidos por siete cuadros, con marcos de madera. Se sentaba en una silla de oficina de madera, la silla de ella también lo era. Atrás había tres sillones de madera y una mesita de madera. Y más cuadros y más fotos, todos con marcos de madera. En su casa, sus muebles eran de plástico y metal. ¿Acaso ella era el problema?, ¿por qué era ella la que tenía que mudarse?, ¿ella destruyó los bosques y taló los árboles?, ¿fueron sus sillas de plástico o su cama de metal las que arruinaron el planeta o la basura que recolectaba en el centro de la ciudad, o las gaseosas de plástico que había consumido en su juventud?


Las preguntas danzaban en su imaginación, pero allí se quedaban, presionando sobre las sienes, empujando los ojos fuera de su órbita, cerrando la garganta, dentro de los límites del cuerpo. Ese joven era tan inteligente y hablaba tan bien, que le daba vergüenza interrumpirlo.


La responsabilidad, también, la sugestionaba. Su casa, el agujero en el que vivía desde joven, el pequeño espacio que tuvo que defender con su carne cuando el gobierno de Córdoba quiso sacarla de ahí para hacer su negocio inmobiliario, el lugar en el mundo que le permitía cartonear y volver caminando a casa, de pronto era importante. Era un punto esencial para que la humanidad siga existiendo. Eso le decía el chico. Era su casa, su espacio, su lugar el que iba a salvar a todos los seres humanos. Pero, claro, el hecho de salvar a la humanidad implicaba hacer el sacrificio más grande: borrar el pronombre posesivo. Ya no sería su lugar, su espacio. Sería del mundo y para el mundo.

En sus cavilaciones, apenas llegó a notar que el joven elocuente había llegado al final de su parlamento y estaba esperando algún tipo de reacción.


“Usted tiene muchas cosas de madera, yo no tengo más que muebles de plástico”. Las palabras se escaparon de su boca y se arrepintió apenas pronunciarlas. Fueron la manifestación inmediata y sin filtros de sus pensamientos y quedaron flotando en el aire con pesadez, más poderosas de lo que ella jamás hubiera imaginado.


El joven miró hacia uno de los cuadros que estaban atrás de la señora y juntó sus manos hasta entrelazarlas. Dejó caer su cuerpo, pesado, contra la silla y guardó silencio. Por primera vez en mucho tiempo, se había quedado sin nada que decir. La señora se iba a ir de su casa luego de que Córdoba escogiera el pulmón verde para cumplir con un programa mundial, para obedecer a un mandato supranacional e irrompible, que le permitiría a la humanidad seguir existiendo. No fue la ONU, fueron ellos, el joven y otros jóvenes como él, además de funcionarios, empresarios y científicos los que eligieron el lugar óptimo para abrir el pulmón verde. Él suponía que ese lugar era estratégico, que había surgido de un largo y concienzudo debate, desprovisto de egolatrías y conveniencias. El epítome del altruismo.


Pero, así como cae un yunque al suelo en los dibujitos animados, dejando un profundo agujero en el suelo, uno que llega al otro lado del mundo, así le cayó al joven esa frase, contundente y lapidaria. Los grandes cerebros reunidos para salvar el mundo, desde sus lujosas oficinas de madera, habían elegido la casa de la mesa de plástico y la cama de metal.


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