El silencio en la sala era sepulcral. El filósofo abandonaba el extremo de la mesa oval, donde había hecho su presentación, y regresaba a su asiento, entre dos hombres enfundados en trajes oscuros. Todos tenían trajes oscuros y se parecían entre sí, al menos desde la perspectiva del filósofo. Hombres, viejos pero no ancianos, saludables, soberbios, blancos. Un gobierno cualquiera de una época cualquiera.
Pero no era una época cualquiera. La presentación del filósofo había dejado pasmados a los funcionarios municipales, mientras la televisión, silenciosa en esa habitación, repetía como un loop la noticia del día, de la semana, del año, de toda la historia: una persona había muerto. Un infarto. El hombre, de 317 años, subió las escaleras y, al llegar a su departamento, se desplomó. Su corazón dejó de latir, expiró, falleció, murió. El primer muerto en tres siglos. No hubo agresiones, ni golpes, ni espectacularidad. Murió de muerto. Cayó redondo al piso, entre jadeos desesperados, y se quedó tieso, con los ojos medio cerrados. Como durmiendo, pero muerto.
En esa habitación con tanta autoconfianza, nadie decía nada porque nadie entendía nada. Se habían olvidado de la muerte y ahora la veían a los ojos y no sabían qué hacer. En cualquier otro momento, la teoría del filósofo habría causado risa, y hasta burlas, pero había muerto una persona y, entonces, todo cambiaba de manera abrupta, hasta las percepciones sobre un intelectual abstracto, un hombre de un claustro, que casi no veía la luz del día y que normalmente era menospreciado tanto por los hombres de las ciencias duras como por los políticos enfundados en trajes oscuros. Ese día, el filósofo había sido escuchado.
Y tenía razón: la TV informaba sobre otro deceso. Una mujer. Muerte súbita. Bajaba de su coche para entrar a su casa y cayó sobre la vereda como una bolsa de papas. Muerta. Y poco después, un tercero y un cuarto y un quinto. El apocalipsis había llegado. La televisión ya no era un loop con una sola información, era un carrusel con una sucesión de imágenes y una sola palabra. Rostros anónimos de ojos brillantes, sonrisa blanca y expresión despreocupada, voceros del final de los tiempos.
Los hombres del salón tardaron en reaccionar, pero lo hicieron a lo grande. El pesado silencio tras la presentación del filósofo se rompió con un “la puta madre” y explotó en quejas, gritos, desesperación y, al final, llantos.
El filósofo, mientras tanto, permanecía sentado, con los codos sobre sus rodillas y ambas manos tapando su boca, mirando el espectáculo. Una tenue satisfacción profesional cruzaba su espíritu como una delgada y fina hebra, hundida en el mar de la desesperación porque la humanidad se iba a la mierda. El final dolía, pero tener razón era delicioso.
A un costado, el proyector seguía mostrando la presentación, congelada de forma sugestiva en la palabra equilibrio, como si el planeta estuviera dejando un mensaje sutil: el equilibrio era la clave. El mundo es un sistema que necesita un equilibrio: para que haya vida, tiene que haber muerte. Los avances científicos y tecnológicos primero le dieron al hombre longevidad. Siglos y siglos de longevidad. La muerte empezaba a perder la batalla hasta que pasó lo inevitable: el ser humano se tornó inmortal. Pero sin muerte, ya no había vida nueva, el sistema necesitaba su equilibrio. Al poco tiempo de superar la muerte, el ser humano se volvió estéril y se terminaron los nacimientos. El equilibrio había regresado. El ser humano bailaba en su eternidad sobre el recuerdo de su simiente.
El fin de la muerte modificó la estructura de la vida hasta extremos insospechados; la humanidad entró en un frenesí exacerbado, una especie de celebración perpetua porque por fin había prevalecido sobre lo inevitable, sobre su propia muerte. Ya no necesitaba fábulas míticas ni adoraciones a ídolos inventados porque el enigma que no había podido resolver en miles de años y que regía su vida, había desaparecido. La muerte ya no existía. La humanidad mató a la muerte. Los siete mil millones de seres humanos que estaban sobre la tierra la habitarían en perpetuidad. El tiempo ya no era un factor relevante. ¿Qué objeto tenía el mañana si el hoy vivía por siempre?, el ser humano tenía por fin su presente perpetuo.
Pero la fiesta era un engaño y la idea de inmortalidad, un espejismo. Esa fue la frase de apertura que eligió el filósofo para explicar su teoría, sin vueltas pero con impacto. La inmortalidad correspondía al avance de la ciencia sobre el reemplazo de órganos y sobre la medicina, pero el humano seguía siendo habitantes de su cuerpo, y la carne es perecible. Más tarde o más temprano, iba a dejar de servir. Es un sistema que no está preparados para perdurar ¿Sería posible extender la vida para siempre, a pesar del cuerpo que habita el humano?, no se sabía ¿Existía acaso el para siempre? No con esos cuerpos. Y al no existir el para siempre, la humanidad necesitaba los nacimientos. En el equilibrio de la naturaleza, la perpetuidad de una especie es la nueva vida, no la inmortalidad. El ser humano había sentenciado su propio final al dejar de nacer. Y ahora que la mortalidad ya había regresado, el equilibrio no iba a restablecerse hasta que el sistema construya un nuevo equilibrio, ya sin el ser humano.
El filósofo dejó el edificio municipal de una ciudad ya en caos. Los muertos caían de las ventanas de los edificios, la sangre manaba en las calles en una furia descontrolada. Los pastores resurgían de las cenizas gritando lamentos, criticando a la humanidad por hereje, por dejar la religión luego de superar la muerte. Hombres y mujeres urdían planes imposibles, tratando de salvar sus pellejos. Los políticos acordaban aportar sumas millonarias para investigar el tránsito de la mente física a la mente virtual. Médicos y curanderos buscaban milagros que le devolviera la capacidad de reproducir a la humanidad. Grupos de reflexión cuestionaban la soberbia de no haber guardado ni una gota de semen, ni un óvulo con la capacidad de reproducirse.
Mientras el ser humano se ahogaba en su locura, la muerte había vuelto y estaba apurada. El sol comenzaba a esconderse detrás de los edificios. El tenue amarillo moribundo del día y el púrpura que avanzaba sobre la ciudad completaban la metáfora: el final estaba cerca.
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