La luz clara de la noche irradia liberación. Camilo respira bocanadas de una libertad que ni siquiera habÃa imaginado, que ni conocÃa porque en su mundo la realidad era una y el destino estaba escrito. Y no habÃa salidas. No habÃa lugar para imaginar una vida sin esa vida, una realidad sin esa realidad.
Las estrellas surgÃan una a una a medida que se alejaba de la ciudad y se acercaba al puente que separaba el mundo de su universo; las esquinas defendidas a sangre y sudor para vender elixires mágicos a los ricos de la isla de los harapientos, los expulsados, los ignorados por el mundo; de su isla.
Del otro lado del puente ya no esperaba la miseria, ni el descontrol, ni la desesperación. Esperaban dos bracitos cándidos, un llanto agudo como el llamado de un hada y una palabra ajena a su imaginario: Esperanza.
El puente estaba desierto, era lunes pasada la medianoche. La intersección entre la civilización y la barbarie dormÃa silenciosa. Camilo miraba su teléfono y las dos lÃneas azules del último mensaje de Whatsapp revelaban que el jefe estaba al tanto: Camilo se abrÃa, Camilo se iba a la vida honrada. Pobre, pero honrada. El llanto de Esperanza se lo demandaba. Él habÃa crecido sin padre, no querÃa lo mismo para su hija. Pobre, pero honrado. Honrado, pero callado. Callado y silencioso. Nada habÃa visto, nada habÃa escuchado, nada habÃa pasado.
Un automóvil tuerto avanzaba lentamente por el puente, en dirección opuesta a Camilo, que pese a la alegrÃa, pese a las bocanadas de liberación, estaba cagado. El mensaje seguÃa congelado con sus dos lÃneas azules, pero no habÃa respuestas del jefe. Ahà se habÃa quedado.
El carro pasó, lento pero sin aminorar la velocidad, dejando un vientito de alivio que movÃa las mangas de la campera de Camilo, que tragó otra bocanda de libertad mientras se concentraba en una pareja que se apretaba como podÃa sobre la baranda del puente, para disimular la calentura.
Cuerpo con cuerpo, él y ella se frotaban con mal disimulo mientras Camilo sonreÃa para sus adentros. ¿Quién no habÃa frotado su calentura en un lugar público ante la imposibilidad de juntar plata para un lugar privado?
La sonrisa efÃmera por el amor callejero no impidió que el teléfono de Camilo apareciese en su mano derecha. Nada. SeguÃan las rayitas azules diciendo nada.
Sacó del bolsillo un cigarrillo y un encendedor plateado. Un carro atravesó el puente a poca velocidad, con las luces encandilando a Camilo, que se movió algo inquieto. No era común el tráfico a esa hora y ya era el segundo carro. Pero qué importaba, él ya terminaba con todo. Ya dejarÃa de ver el mundo de esa forma, de percibir el peligro en cada esquina, de cargar con una promesa de muerte en su vieja y gastada campera. Él ahora tenÃa Esperanza.
El espacio entre la pareja se amplió, un rayo de luna cruzó entre los enamorados y se expandió en la hoja de un cuchillo.
Camilo, todavÃa pensando en el carro y mirando a la calle, sintió un dolor agudo en la espalda, y las rodillas se doblaron para buscar el suelo. El segundo pinchazo fue en la garganta. Apenas si pudo dar la última bocanada de libertad y, en la exhalación, un súbito pensamiento atravesó su mente como un rayo fulminante: él también serÃa un padre ausente.
Del otro lado del puente, una niña lloraba orfandad. En unas horas su mamá iba a recibir un pacto de por vida: no le faltarÃa nada. Más cerca, las dos rayitas azules seguÃan congeladas en una pantalla luminosa, pero el mensaje estaba claro y no hacÃan falta respuestas explÃcitas: no habÃa lugar a renuncias. Al menos, no para Camilo.
Por qué algunos sobrevivÃan y otros no; por qué unos seguÃan respirando libertad en una vida nueva y otros besaban charcos de sangre en mosaicos de puentes solitarios, nadie lo sabÃa con exactitud. Simplemente, te tocaba o no te tocaba. A veces ese mundo violento y desordenado te dejaba salir, y a veces no.
No habÃa más explicaciones. O sÃ. Nadie lo sabÃa.