La vieja tiraba el escarpín que recién había terminado de tejer, daba media vuelta y regresaba a su casa. Todos los días el mismo ritual, a la misma hora. Todos los días, de todos los años, desde que el anciano más anciano del pueblo tenía memoria.
Esa vieja siempre había sido vieja y siempre iba a la playa, después de almorzar, a eso de las dos de la tarde, para tejer el escarpín y dejarlo mansamente sobre las olas.
El mar, hambriento, se lo engullía en segundos. Mientras a muchos otros objetos los devolvía, el mar no siempre se come lo que uno le tira, a los escarpines se los devoraba.
Todos en el pueblo imaginábamos un cementerio de escarpines rosas y celestes y amarillos y blancos en el fondo del océano; o corales de magníficos colores atrapando los escarpines y celebrando una especie de navidad oceánica, donde las guirnaldas eran pequeños zoquetes para bebés humanos.
En un pueblo de pescadores, de hombres y mujeres que nacen en el mar, que construyen con el agua salada una relación simbiótica, íntima, familiar, acaso similar a la que construyen los andinos con las montañas, y los citadinos con los edificios, no fueron pocos los que se aventuraron al mar buscando los escarpines. Tampoco faltaron los que siguieron a la vieja, a lo Sherlock Holmes, sólo que en vez de pipa y sombrero, usaban gorros para pescar y anzuelos enganchados en las casacas. Algunos incluso intentaron socializar con ella. Pero no recibían más que sonrisas educadas y saludos cariñosos de una señora mayor con los ojos grisáceos, la sonrisa blanca y completa y una voz dulce, narcotizante. Apenas algunas palabras educadas, amables y oportunas, de esas que decimos a los que pasan cerca nuestro para caerles bien pero no para que se detengan, y la vida continuaba.
Y, la verdad, que era una vida bastante corriente. Todos los sabían en el pueblo. La vieja vivía a cuatro cuadras del mar, en una casa pequeña, con una puerta, una ventana y un jardincito bien cuidado con plantas de colores llamativos, azules, amarillos, violetas y fucsias. Nadie conocía esas plantas misteriosas, que cuando eran sustraídas del jardín, morían casi al instante.
La anciana se levantaba temprano, antes del amanecer. Nada llamativo pues era un pueblo que se despabilaba al alba. A esa hora salía a sacar la basura y barría la vereda, aunque no hiciera falta. A media mañana iba a la bodega a comprar pan y al regresar a su casa trabajaba con esmero en su pequeño jardín. Volvía a encerrarse en su casa a la hora del almuerzo y como a las dos, lo dicho, salía caminando despacito, cargando una pequeña bolsa blanca, en la que se veían bailar en vaivenes dos agujas de tejer y un par de ovillos de lana. Iba hacia la playa. Se sacaba las chancletas antes de tocar la arena y avanzaba muy lentamente, con dificultad, hasta sentarse muy cerca de las olas, que jamás la tocaban. A veces tarareaba melodías desconocidas. Tejía el escarpín en poco menos de una hora. Se paraba con la misma lentitud, se acercaba al agua. Los pies blancos y flacos se bañaban sobre las olas que, sin importar el día ni la ferocidad de la marea, apenas si la acariciaban. Dejaba el escarpín y regresaba sobre sus pasos para volver a su casa y ya no salir hasta el dia siguiente, repitiendo el mismo ritual.
Un día, no salió de su casa. Por la mañana a nadie le llamó la atención, pero cuando no apareció en la playa, a las dos de la tarde, cargando la bolsita blanca con las agujas y los ovillos de lana, todos empezaron a preocuparse. No es que la conocieran, ni siquiera se podía decir que le tenían algún afecto particular. Pero los pueblos pequeños tienen ese halo fraterno, en el que todos son algo de todos. Todos se saludan, todos hablan de todos porque todos saben la vida de todos (o creen saber la vida de todos, porque los pueblos también esconden sus misterios). En los pueblos los rostros son familiares y reconocibles. Y una ausencia se nota. Es como un puzzle al que le falta una pieza. Cualquiera puede identificar cuál es el dibujo que esconde, pero le falta una pieza. Y se nota.
Por la tarde, la preocupación ya era evidente. Todos hablaban del tema. Dos hombres jóvenes, más intrépidos que los demás, fueron hasta la casa de la vieja y tocaron la puerta. Nada. Uno se asomó por la ventana y no vio nada.
Al final, era cuestión de tiempo. Una señora tan mayor, mucho mayor que los demás, en algún momento tenía que morirse, pensaban. Quizás al día siguiente algún otro tuviera el valor para entrar en la casa. Esa noche era para pensar. Había cierto desconcierto en el pueblo por la ausencia de la vieja. Como si en el puzzle fuese más de una pieza lo que faltaba.
Por la noche, el mar se enojó como nunca antes se había enojado. Ni siquiera las crónicas pueblerinas, esas que pasan de boca en boca para convertise en mitos exagerados y hermosos, hablaban de una tormenta tan poderosa. El mar avanzó sobre el pueblo, entró en todas y cada una de las casas, se llevó objetos, animales y algunas paredes y se quedó ahí, dando vueltas por las calles, toda la mañana. La gente del pueblo sobrevivió porque las casas allí tenían un segundo piso y si bien el agua arrastró algunos muros, no volteó ninguna edificación.
Todos estaban asomados por las ventanas observando ese extraño suceso. El agua estaba calma, como esperando. Entones un alarido espantó al pueblo. Era un grito agudo y desconcertante, un grito que escalaba hasta alcanzar notas insoportables para el oído y luego se apagaba, lentamente, dejando un gemido lúgubre y extenso, hasta volver al silencio.
Con el grito, las aguas volvieron a agitarse formando una especie de sendero que iba desde la playa hasta la casa de la vieja. La señora salió llorando, gritando y suplicando, con las dos agujas en las manos y un ovillo de lana blanca enganchada sobre la punta de una aguja. Alzaba ambas manos y suplicaba hacia la nada. “¡Me olvidé, lo siento, me olvidé, no les hagas nada, me olvidé!”.
La vieja avanzaba con dificultad. Parecía mucho más vieja que el día anterior. Hizo el mismo trayecto que hacía todos los días, pero esta vez rodeada de agua. Avanzó hacia la playa, llorando desconsolada, hasta que por fin lo comprendió. Se dio vuelta y, muy despacio, dijo “gracias”.
Antes de tocar la playa, se sacó las chancletas. Siguió descalza, sintiendo la arena entre sus dedos. Se sentó en donde siempre se sentaba. Tejió un escarpín blanco, hermoso. Y avanzó hacia el mar. El agua la rodeó, la tapó y se retiró para nunca más volver.
El pueblo quedó solo, en medio de la nada. Los peces y los barcos se fueron con el agua y la vieja dejando al pueblo en el desamparo. El mar se había ido para siempre.
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