Las discusiones no se generan desde los postulados, sino desde los argumentos que sostienen esos postulados.
Yo puedo pararme en un banquito, en plena plaza San Martín, y gritar que dos más dos es cinco. Y si viene otro a decirme que dos más dos es cuatro, la discusión será estéril hasta que nos sentemos en el piso de la plaza, con varias manzanas, y contemos: si tengo dos manzanas, y le sumo estas otras dos manzanas, ¿cuántas manzanas tengo?, ¡mierda, tenía razón el otro!
Hasta que el postulado (o la afirmación inicial, o como se le llame) no fue respaldado por un argumento, no hubo discusión posible, pues simplemente eran dos personas diciendo cosas diferentes sobre un mismo tema. El jugo está en los argumentos.
Por capacidad reflexiva o por casualidad mística, el futbolero emocional sabe evitar discusiones basadas en argumentos mediante postulados que no admiten cuestionamientos racionales, porque todos están relacionados de uno u otro modo con la prehistórica concepción de la masculinidad que tienen los futboleros. Y si el mismo postulado, si el corazón de la afirmación, no tiene una definición clara, tanto mejor.
¿Cómo se puede discutir si alguien es o no pecho frío?, ¿qué es ser pecho frío, acaso es tener miedo?, ¿tener miedo entonces es un defecto?, ¿el miedo te impide patear la pelota?
¿Qué es “le pesa la camiseta”, que un tipo se olvida de jugar a la pelota porque cambió de chomba?, ¿es acaso la imposibilidad de afrontar una responsabilidad en principio demasiado grande?, ¿es temor a enfrentar esa responsabilidad?, ¿es una alergia emocional a un remera?
Pecho frío, puto, cagón, le pesa la camiseta, son todos postulados que relacionan el desempeño de un futbolista (o un deportista, en realidad, pasa que el fútbol ejerce una especie de dictadura del pensamiento deportivo) con el miedo, con una emoción.
Es, supuestamente, la emoción lo que le impide a un player ganar una copa o meter un gol. No hay otro motivo.
Ahora, ¿cómo discutir la emoción?, ¿cómo discutir sobre lo que no se sabe?, ¿es posible saber lo que siente una persona, ya no en un partido de fútbol, en cualquier situación de vida con sólo verla por la tele o desde una tribuna que está a un montón de metros?, ¿cómo sabe, el futbolero emocional, que el tipo tiró el penal por arriba del travesaño porque tenía miedo, y no porque le pegó demasiado abajo a la pelota?, ¿cómo sabe que la defección en ese penal fue emocional y no técnica?
El futbolero emocional apuesta a las emociones, particularmente al miedo, porque es de la única forma que entiende el deporte. Él cree que jugar para una selección es amar al país. Él cree que tener huevos es tirarse al piso.
Buscarle una explicación futbolística al juego es entregarse a la discusión futbolera, y es ahí cuando defecciona, porque el futbolero emocional carece de fundamentos futboleros. No trata de entender por qué un jugador juega bien o mal, o por qué un equipo gana o pierde. Ejercer ese tipo de reflexión implica un esfuerzo intelectual que se ve que da paja hacerlo, pero además implica un riesgo, porque salvo aquellos estudiosos del deporte, los demás tenemos argumentos de tablón, que pueden ser lúcidos, pero muy posiblemente carezcan de fundamentos muy refinados, y por lo tanto son rebatibles. Hay que defenderlos, hay que pelear por ellos, hay que pensar para sostenerlos.
El futbolero emocional la hace más fácil, se limita a dividir el juego entre valientes (huevos) y pusilánimes (pechos frío): los valientes son los que ganan y los pusilánimes los que pierden; los valientes son los más demostrativos, los combativos, los que se tiran al piso, y los pusilánimes son los que erran un gol o no gambetean a ocho jugadores cada vez que la tienen. No hay nada más, no hay misterios, no hay discusión, ni hay esfuerzos por comprender situaciones.
O sos cagón o tenés huevos.
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