La boca se entreabría con dificultad, peleando contra la baba pegajosa de una noche cervecera en la soledad de un hogar, con las últimas horas de Netflix y de luz eléctrica. Al servicio móvil también le quedaba poco, pero todavía tenía energía para escupir una odiosa advertencia de la escuela de su hija hasta ese telefonito de mierda que titilaba botoneando las malas noticias. Era el último aviso, del último aviso, del último aviso de la escuela de la nena. Dos o tres avisos más y adiós escuela privada. Porque así funciona: la preocupación por la educación de los chicos se extiende por cinco o seis avisos. Luego, chau picho.
Avanzaba así, entonces, con la boca hecha un desastre pero con aire de despreocupación, altiva, mirando su reflejo en las vidrieras deshabitadas de un centro cordobés abandonado a su suerte. El vacío abrumaba un poco, el centro parecía un viejo sin dientes y la calle, un paisaje desolado, triste, sin ese movimiento frenético que tiene el centro de cualquier ciudad, esa locura contagiosa que te empuja a correr como si la vida se te fuera si te quedás detrás de un semáforo que está por cambiar a rojo.
Nada de eso. El centro, o al menos la parte del centro por donde ella caminaba, estaba muerto. Silencioso como en un letargo eterno; durmiendo pesadillas. Era el viejo sin dientes recordando viejas glorias, ya solo y abandonado, con sus hijos tomando un café en Nueva Córdoba o buscando trabajo para sobrevivir a la crisis.
Caminaba por Ituzaingó y al llegar a Entre Ríos, giró a la derecha. La cola casi se la lleva por delante. Eran un montón, muchísimos. Eran como 45 metros de personas con el currículum en la mano, mirando hacia la nada, con los ojos sin decir nada, con el alma perdida entre la desesperación y la desesperanza, ya que todos estaban en la misma: ir a buscar un trabajo y ver a tanta gente para un puto puesto, desanimaba hasta al más optimista.
A ella le pasó lo mismo. Se detuvo en seco, caminó un par de pasos hacia su izquierda, acercándose a la calle, como para ver hasta dónde llegaba la gente, y la longitud de la cola la impactó a tal punto que ese actuado aire de despreocupación se fue a la mierda. Con la mano derecha se frotó los ojos y regresó, resignada, al último lugar de la cola, que ya no era el último lugar.
Estaba repodrida. Veintiocho años, una hija, un título universitario y todo el porvenir que le habían vendido reducido a una boca pastosa, un departamento casi sin luz y un tele casi sin Netflix. Encima, un viejo, un viejo hediondo, pasó cerca suyo y le miró el culo con tanta alevosía que casi se lo toca con los ojos. Sintió asco, pero cuando se miró en el vidrio del enésimo comercio vacío, sonrió por primera vez en la mañana. Sí, estaba buena, para qué jugar a la falsa modestia.
Giró para el otro lado, de forma repentina. El viejo seguía caminando, seguro buscando nuevos culos a los que clavarle los ojos lascivos. Pero con él no se fue la idea, que germinaba, peligrosa, y agobiante.
Volvió a la vidriera y a su culo, y a sus tetas, y sus cabellos crespos e indomables, y a otro tipo que la miró con ganas, y luego otro más.
Cerró sus ojos para sacarse a la idea de la mente, pero ahí estaba, persistente, empujando a su hija, a su familia, a sus amigos, al título universitario que se apoyaba sobre la pared descascarada del departamento que iba a abandonar en cualquier momento y se hacía un lugar, prepotente. Se codeaba con la cuota de la escuela y la luz y el gas y Netflix y el teléfono y la madre que la parió. Se peleaba con la idea de la baba de esos viejos lascivos escupiéndole en el rostro, manchándole el estómago, domando sus cabellos crespos y hermosos.
El teléfono volvió a titilar y la sacó del letargo. Una amiga le había mandado una estupidez por Whatsapp. Un mensaje que no tenía relevancia en su contenido, pero sí por su mera existencia, por el impacto de haber aparecido en ese momento determinado de la historia. La serie de Netflix, la cerveza en la heladera, la sonrisa de la nena, la escuela, la luz, el gas, la necesidad de conseguir un trabajo y la cola, que había empezado a avanzar, volvían al centro de la escena.
La idea, esa idea de mierda, esa idea que la paralizaba, que la atontaba, que la hacía llorar y sufrir, la idea de las miradas y las babas y el esperma se escondía para volver a acechar, en complicidad con la desesperación, que crecía ante la frustración de los tachones en los clasificados del diario y las esperas en las colas eternas de los que buscan trabajo; se alimentaba de la desesperanza, que crecía día tras día, hora tras hora, vidriera vacía tras vidriera vacía, viejo pajero tras viejo pajero.
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