Una palangana de metal, herrumbrada en los extremos, limpia la herramienta de trabajo. La puerta laca golpea contra el marco de aluminio, liviana ante la tenue brisa que llega del pasillo, clueca, enclenque, torcida, abierta por la poca voluntad del último cliente por cerrarla correctamente. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa la privacidad de una puta?
La dueña de la herramienta hace un extraño y desagradable gesto ante la frescura del agua, empujada por una mano temblorosa y surcada, que termina en lanza por las uñas baratas de plástico que adornan unos dedos largos y huesudos, mientras las doce pulseras doradas golpean atiborradas en la muñeca, ante el movimiento del brazo y de la mano y de los dedos, por lavar esa panocha (1) ardida por el uso.
A veces, entre cliente y cliente, mientras fumaba un cigarrillo mirando la ventana de su prisión prostibular, pensaba en los días de Tonalna, Vicente y Francisco. Los recordaba como si fuesen parte de un viejo álbum, descolorido y desvencijado, que revelaba las felices imágenes de épocas que ya no existen. Un blanco y negro y sepia del recuerdo. Un oasis de las putas felices. Una historia de las putas humanas.
Pero ellos se habían ido. Dos murieron y la otra no pudo evitar el derrumbe hasta que encontró un inversor enamorado y se puso un señor prostíbulo en Mburucuyá, el distrito más rico de la ciudad. Ahí, toda rubia y bien vestida, hermosa y resplandeciente, atendía a los ricos de la ciudad. Los ricos eran igual de pervertidos que los pobres que se la tiraban a ella en Polanco. Las diferencias eran, básicamente, dos: los ricos eran más limpios y pagaban más. Pero, después, podían ser igual de patanes. Todos los hombres eran igual de patanes.
El agua seguía corriendo hacia la vagina herida y su mente no dejaba de divagar, y las preguntas incómodas afloraban tras la reflexión sobre Tonalna, y las dudas y el dolor reaparecían sin piedad. Ella, como todas las putas del local, tenía sus ahorros y la firme intención de trabajar unos años más y retirarse, ¿quién carajos les había metido eso en la cabeza?, ¿a quién se le había ocurrido la idea de desperdiciar los mejores años de su vida en habitaciones lúgubres, con gordos golpeadores y sudorosos babeándola encima suyo, con estúpidos dominados por mujeres con temperamento que despuntaban sus ínfulas de machos dominantes con la prepotencia de unos pesos, a cambio de una cuenta más o menos decente, que sería usada cuando sus cuerpos ya no fueran más que despojos y sus espíritus fantasmas maltratados incapaces de amar?, ¿acaso justificaba tanto sacrificio, tantos maltratos recibidos a cambio de dinero en un banco?, ¿valía la pena destruir el alma, vaciarse de dignidad a manos de hombres diabólicos para seguir la fantasía de, algún día de sus vidas, pagar el alquiler de un cuarto sin tener que trabajar?
Ella, como la mayoría de las mujeres de ese lugar (ella no podía pensar en todas las putas del mundo, pues su vida profesional se resumía a ese hueco de Polanco), había llegado a esa vida empujada por un amor abusivo. Cuando abrió los ojos, cuando por fin pudo romper las cadenas que la ataban a su hombre, ya había tenido a otros cientos encima y esa vida era su vida.
Terminó de lavarse sintiendo algo de alivio en la entrepierna, pero pronto le esperaba un nuevo turno. Se acomodó la peluca y se sentó en la cama, apoyando su espalda contra la pared descascarada, mirando hacia la puerta, con un cigarrillo en la mano. Se le había corrido levemente el rimel pero sus labios mantenían un rojo furioso. Y la mente no paraba de dar vueltas sobre lo mismo: ¿por qué la fantasía?
Sabía perfectamente la respuesta. La fantasía de guardar dinero para una vida futura e inexistente era la gasolina que le permitía abrir los ojos todas las mañanas. Era la débil soga que la mantenía colgada sobre el abismo y que impedía que no cayera hasta desaparecer. La mente es tan frágil que tiene que inventar historias para no derrumbarse.
Ella no dejaría nunca la profesión, internamente lo sabía. Primero, la profesión la dejaría a ella. Y en ese momento, la tristeza la devastaría.
Llevaba 18 años haciendo lo mismo. Más de la mitad de su vida lavándose la panocha en una palangana y esperando a la próxima bestia, sedienta de deseo egoísta para usarla como una alfombra vieja, pisarla, desecharla y regresar a su vida ahí afuera, en donde las bestias se ponen la piel de cordero. Y dejarla ahí adentro, en el infierno, en donde las almas se revelan horribles y violentas. ¿Qué iba a hacer, dejar de hacer lo único que había hecho en su vida para hacer qué, para alquilar el cuarto de una pensión y rezar porque sus ahorros le alcanzaran hasta el día de su muerte?, ¿iba a vivir ahí afuera y esconderse cada vez que el sol iluminara a las bestias que la montaban, que le pegaban, que la ultrajaban día y noche?, ¿qué iba a hacer delante de ellas, actuar, acaso podía actuar tanto?
El cigarrillo ya era ceniza. La mente seguía volando, pero la puerta destartalada había vuelto a abrirse. La palangana esperaba debajo de la cama.
(1) vagina.
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