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Foto del escritorCronista de lo Obvio

LA CIUDAD: el hijo con miedo.


La puerta se cerró y no pude evitar una sonrisa por la ironía: el acto de cerrar la puerta implica, en mi caso, un acto de libertad. Mi viejo se va a trabajar y la casa queda para mi solo.

Mientras el popcorn hace ruidos en el microondas, enciendo la tele y pongo una serie que no me interesa. El único objetivo es hacer lo que mi papá no me deja hacer: pasarme el rato tirado sobre el sofá, viendo televisión y comiendo popcorn de un bowl reposado sobre mi ombligo.

El olor en la casa es nauseabundo, me molesta, me quita el hambre, pero me voy a tragar ese bowl entero de popcorn, aunque la vida se me vaya en ello y las ganas de vomitar me destruyan la garganta. Es mi momento, mi lugar y mi necesidad: ese pequeño y solitario acto de rebeldía me deja seguir viviendo, me da la certeza de que mi vida es mía y no de mi papá, de que el control enfermizo que mantiene sobre mí, aunque predominante, no es absoluto. Que no le tengo tanto miedo, al menos cuando no me ve, porque cuando estoy con él, me paralizo.

Aunque él se haga el estúpido, aunque me evada y se disfrace debajo de ese papel ridículo de rectitud y honestidad, aunque me venda que el trabajo duro paga en la vida, que el sacrificio tiene su premio, aunque ande con ese ridículo rosario negro en el cuello y me obligue a tomarle la mano para agradecer el pan de cada día, yo sé quién es y para quién trabaja. En el barrio la gente habla y yo ya no soy un chico: soy un hombre de quince años. Escucho, deduzco y entiendo. Aunque nadie quiera decirme la verdad porque le tienen miedo, yo sé qué es lo que pasa en el mundo. Sé muy bien que vivo con una persona muy peligrosa, capaz de hacer daño a los demás. Y, por más que me quiera, si puede hacerle daño a los demás, ¿por qué no a mí? Más cuando en esta casa pasan cosas que paralizan hasta al más valiente.


Cuando las noticias -sí, la serie me aburre y estoy cambiando de canal al azar- anuncian la explosión, entendí todo al instante. Rectitud, las pelotas. Mi viejo es un mafioso que pone bombas en la casa de la gente.

La primera información hablaba de una familia: papá y mamá embarazada de ocho meses, o algo así. Trágico, tremendo, triste. El gobierno militar ya activó sus protocolos de seguridad, que no es otra cosa que mandar a todos los soldados a la calle a patear puertas y secuestrar gente. Ya todos sabemos que secuestran y torturan gente, por eso se están yendo, eso dice mi papá.

Pero a mi casa no van a ir a golpear, aunque el que puso la bomba fue mi papá ¿Que por qué no nos van a venir a buscar? Porque mi papá es poderoso. Él o el tipo para el que trabaja, no lo sé. No sé para quién trabaja, tampoco. Sólo sé que es intocable.

¿Y cómo no tenerle miedo a un tipo peligroso, que pone bombas y es intocable?

Por eso me quedé callado cuando se fue mamá. ¿A dónde se fue mamá? No tengo idea. Sólo sé que se fue, de un día para el otro. Esa mujer amorosa, dedicada a mí todo el tiempo, que sollozaba en soledad y se la pasaba hablando con alguien, no sé quién, del miedo que le tenía a papá... esa mujer de pronto de había ido no sé a dónde.

Un día, no estaba. Le pregunté a papá y me dijo que se había ido. No pregunté más. Aunque pasaran los días y mamá siguiera sin aparecer, yo no pregunté nada. Miré para otro lado, me escondí en mis pequeñas rebeldías y seguí obedeciendo a ese hombre que me da tanto miedo.

Y cuando siento el olor, ese olor tan insoportable, trato de concentrarme en otra cosa, por ejemplo, en seguir viviendo. Aunque la ame, aunque la extrañe, aunque la necesite, no quiero irme con mamá.


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