La primera lectura, apresurada por cierto, establece una relación directa entre el hastío de la política tradicional y el crecimiento de las ultraderechas. Personajes no convencionales, discursos encendidos, eliminación explícita de parámetros éticos para lanzar campañas (fakenews, nivel de agresión), crisis del capitalismo, aversión al extranjero, son algunos de los motivos que, apriori, motivaron el aumento del caudal electoral de las fuerzas ultraderechistas en todo el mundo.
Y son reales. Es decir, todos estos factores han influido en el ascenso de extremistas. Pero en el análisis hay un capítulo incompleto, unas palabras ausentes, unas hojas arrancadas: si es cierto que están en contra de todo y todos, ¿quiénes bancan a estos tipos?
Es verdad que la ultraderecha econtró apoyo masivo en el descontento con la política tradicional (releyendo: en la derecha de centro, que para muchos analistas es la “política” tradicional) y la desconfianza a las izquierdas, pero sigue siendo un análisis incompleto porque no responde al siguiente interrogante: ¿cómo es que estas fuerzas obtuvieron el impulso necesario como para establecerse como opciones viables, realizando inmensas inversiones en campañas políticas (sobre todo en redes) y omnipresencia mediática?
La crisis capitalista, que no ha terminado ni va a terminar, minó el respaldo a las centroderechas en todo el mundo y las socialdemocracias europeas, signadas como las grandes responsables de la debacle, y en consecuencia laceró la credibilidad de amplios sectores en la política y en ciertos valores democráticos.
Al cóctel de crisis/decepción se le sumó un factor determinante: el inmigrante. Las crisis sociales, de cualquier índole y en cualquier época, generaron movimientos migratorios, tanto internos como externos. Y en esos casos, los “movidos”, siempre tuvieron que sufrir el desprecio y hasta la violencia de los locales, cayendo no pocas veces en el respaldo a movimientos xenófobos y extremistas.
En la actualidad, los movimientos de la ultraderecha basan su respaldo en un determinismo racial, que usa como base la irracionalidad, el sentimiento de superioridad del nativo ante el no nativo. La presencia del extraño suele percibirse como una amenaza, genera temor, y se suele utilizar para canalizar descontentos que en realidad tienen otro origen. El latino que llegó saltando un muro, pobre y solitario, no es responsable de la crisis estadounidense, pero es el receptáculo de ese tipo de acusaciones (“vienen a quitarnos el trabajo”), lo mismo sucede con el musulmán, que no es responsable de las invasiones occidentales en Medio Oriente, ni de la reacción que estas aventuras bélicas han provocado, pero se lo responsabiliza por ello.
En Latinoamérica, el crecimiento de las ultraderechas se dio sobre todo en países con dominio progresista o de centroizquierda. Fue la reacción sobre todo de las clases medias a la movilidad social hacia arriba de la primera década del milenio (la proximidad genera rechazo), a las crisis económicas surgidas en la segunda década del milenio y a problemas endémicos que estas fuerzas no han resuelto, como la corrupción o la inseguridad.
Líderes como Macri o Bolsonaro se aferraron a estos cuestionamientos ofreciendo respuestas mágicas, irreflexivas, mentiras que se huelen a kilómetros, quimeras, utopías más bien estúpidas, que en realidad buscan establecer una diferencia bien marcada entre “el pasado”, encarnado por los cuestionados gobiernos progresistas, y un futuro utópico sin pobres, ni robos, ni ateos, ni tristeza, por que también supieron vender la felicidad.
La inteligencia (o el cinismo, como quiera leerse) de estas fuerzas fue la indefinición. Es decir, nunca explicaron cómo llevarían a sus gobernados a la panacea de seguridad+trabajo+felicidad. Explotaron el problema con resppuestas genéricas, construyeron imágenes bien cuidadas y marketeras, acudieron a cuanta argucia estuviera a su alcance, apelaron a faje news tanto en redes como en grandes medios sin piedad, y ganaron elecciones.
Pero, ¿a quiénes representan?
Los que bancan la parada
Analizando a las fuerzas de ultraderechas que pugnan por gobernar, o ya están gobernando, puede establecerse con cierta facilidad su verdadera representación atendiendo al origen de sus líderes, por lo general surgidos de sectores empresariales, militares o religiosos.
Líderes que mientras claman por cambios, rugen por nuevos modos de convivencia, gritan por el regreso a los buenos valores familiares o exigen la mano dura a los desobedientes, caminan calladitos y obedientes por los pasillos de entidades financieras y empresariales, prometiendo continuidades y reafirmando caminos por esos senderos que bordean abismos. Y aquí está la clave: las nuevas fuerzas de ultraderecha, las hordas conservadoras que tantas almas han enamorado con su retórica rupturista y aparentemente desprovista de prejuicios, con líderes bien machotes que “dicen lo que los otros no se animan a decir”, son el último eslabón de la resistencia del conservadurismo más rancio, de ese liberalisno decimonónico que desprecia la movilidad social, que impulsa un individualismo estratificado y protegido por pseudoteorías impensadas e imposibles.
Es la respuesta extrema de un sistema que está en jaque, que se envuelve en sí mismo en crisis tras crisis tras crisis, que ya no resiste ningún análisis reflexivo, por lo que acude al hígado, a las emociones más bajas, para restaurarse a sí mismo, para mantenerse en el poder.
Detrás de tanta parafernalia, de tantas expresiones grandilocuentes, tanto odio explícito, no queda más que la perpetuación del sistema rentístico-financiero, ya agotado; el seguro desencanto de aquellos que pusieron un voto esperando un cambio que les mejore sus vidas y el sufrimiento de los marginados, perejiles sin voz para desmentir a los gritones.
Comments