La frente había quedado a unos centímetros de la hoja y el dolor en la nuca era lento y constante, como un hierro caliente. No es que la vieja pegara fuerte, pero tenía ese anillo de mierda que le dejaba a uno zumbando la oreja, cuando le daba ahí, o la nuca, cuando le daba de atrás.
Y no es que me quejara, porque sabía que la vieja era buena y que no quería hacerme daño. De hecho, pegaba despacio, pero ese anillo dejaba recuerdos, aunque no como los del Gordo, mi vecino, mi mejor amigo y el mejor arquero de la cuadra, por lejos, al que el enojo de su padre le dejaba cicatrices que lo acompañarían toda la vida. Enojo que, por cierto, casi siempre era porque sí, o porque había una botella de algo vacía por ahí, tirada, y la consecuencia eran los sopapos y los cintazos, y esas explosiones de bronca que terminaban en sangre y llantos y que el Gordo provocaba para que no la ligara alguien más.
A mi no me pasaba eso y lo agradecía. Era raro, porque me daba tristeza mi amigo, pero no podía evitar cierto alivio de que mi vieja aflojara la mano cuando venía el golpe. Y ni siquiera ese anillo de mierda me hacía cambiar de opinión.
Pero, igual, dolía mucho. Traté de levantar despacio la cabeza y ver la cara de la vieja, y me di cuenta de que la cosa iba en serio. Tan en serio que ya no había ni bronca en su rostro, sino más bien resignación. La palabra se había divorciado de la expresión facial. Porque mientras me puteaba como siempre y me gritaba como en sus mejores enojos, su rostro decía otra cosa, su cara me decía me decepcionaste, pelotudo.
Me dolió esa cara. Me dolió muchísimo. Mientras me gritaba, traté de concentrarme en la foto de la familia que estaba colgada detrás del televisor, de cuando papá todavía estaba libre. Un día, de la nada, el viejo cayó con mucha plata y nos fuimos de vacaciones. Los tres. Ella reía, yo reía, el viejo también reía. Reíamos todos. La pasamos increíble.
Ahora el recuerdo era esa foto, único adorno de esa pared gris que se empecinaba en desprender un polvo que se convertía en un moco duro y pesado, de esos que lastiman la nariz cuando uno se los saca. A veces jugaba a que estaba en un lugar con neblina, porque esa pared escupía polvo como loca.
Pero ni los sueños de extraños y lejanos lugares neblinosos, ni el moco duro ni la cara de mi papá sonriendo me pudieron alejar del dolor de nuca y de los gritos de la vieja. Por más que doblaba los ojos, ellos volvían a ver la cara de mi mamá. Ojos de mierda. Y después acompañaban los movimientos de su brazo, hasta llegar a su mano y terminar en su dedo índice, para dejar ese cuerpo pequeño pero duro como el mármol, para saltar hasta la computadora, que yacía delante mío, negra y dormida, rodeada de un charco de agua.
La computadora de la señora. Se me había caído el vaso de agua, ese vaso que cortejaba a la computadora porque yo tomo más agua que una yegua y que me empecinaba en dejar ahí, cerquita, como provocando a la suerte que habíamos tenido de que la señora se tomara la molestia de regalarme esa máquina para que yo pueda hacer mis clases, y pudiera progresar y ser alguien en la vida. Y ahora que la había cagado, que había escupido moco sobre mi suerte, ¿cómo hacía para seguir mis clases si estaba todo cerrado?
Cuando me decía que estaba todo cerrado yo ahí nomás me empezaba a acordar del Gordo y de mis otros amigos, y de la canchita de barro que ahora estaba ahí, solita, extrañándonos. Pero la vieja, que me conocía más que nadie, se daba cuenta de que yo empezaba a volar con mi mente y alzaba la voz y movía más los brazos, para hacer que yo volviera a mirarla, y me seguía puteando, con la voz divorciada de su gesto y con el desconcierto porque ese pequeño drama, ese vasito de plástico con 150 centímetros cúbicos de agua, ese vasito blanco de cotillón con la base tan finita, se había ido a caer sobre la computadora que nos había regalado la señora, sobre el único puente entre la escuela y yo.
Y no había forma de evitar que ese pequeño drama se convirtiera para mi vieja en una tragedia griega, porque me gritaba y mientras me gritaba miraba de reojo la foto. Y no miraba nuestra alegría, ni recordaba esas vacaciones tan lindas. Miraba a mi viejo. Y por fin lo entendí todo: mi vieja no tenía decepción, ni desencanto, ni pensaba que yo no tenía arreglo. Mi vieja tenía miedo.
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