La espuma amarilla del café giraba en sà misma como un amuleto hipnótico. La mirada se perdÃa en la inmensidad negroide del pocillo y la mente se sumÃa en esos agujeros incómodos, en los que apenas si cabÃa, y se quedaba ahà dentro, acurrucada, tozuda, amando la espesura del negro, color asignado a la nada, porque eso era, la nada. Una mente de nada, en la nada, para nada.
Y el pocillo giraba y los ojos abiertos volvÃan a abrirse y ahà estaba él, sentado en el bar de siempre, girando la cuchara en el café ya tibio mientras el sol del ventanal, su ventanal, iluminaba su cráneo cubierto en plata con el cálido abrazo del sol invernal.
Esta vez, la nada habÃa durado poco. Otras veces lo habÃa llevado por senderos desconocidos que se volvÃan reconocibles de un golpazo, o lo habÃa empujado al tierno abrazo de esos anónimos bienpensados que se dan cuenta cuando un viejo camina solo, porque su mente anda acurrucada en la nada.
Tomó el café de un sorbo y le pidió otro a Tito, el mozo del bar, su mozo de su bar. Tito era tan viejo como él, pero su mente andaba despierta: podÃa recordar pedidos de quince personas sin tropezarse con ningún pocillo hipnótico, ni necesitar el rescate de algún observador bienpensado.
El teléfono, con el que se llevaba bastante bien porque se le daba la tecnologÃa, titilaba. Otra vez su hijo invitándolo a España a vivir con él... ¿qué mierda iba a hacer un viejo con Alzheimer en España?, ¿cómo podÃa decirle que no un viejo con Alzheimer a su hijo que vivÃa en España si era el único familiar que tenÃa en el mundo?
Se tomó el segundo café y pudo sonreÃr después de mucho tiempo. El mozo, su mozo, le devolvió la sonrisa. Cálida, tenue, como si esa boca levemente ladeada supiera que era la última sonrisa.
Giró hacia la ventana y el sol abrazaba, hermoso. En Córdoba habÃa dos soles. El de verano, que te cagaba a trompadas, y el de invierno, que te abrazaba y te atraÃa como la espuma amarilla del café girando hipnótica. Era invierno.
El café sabÃa rico, sabÃa a último. El sol se veÃa como último, el paraÃso frente al bar, su bar, su paraÃso, brillaba de verdor como el último. Se levantó despacio después de dejar el dinero para la cuenta y una generosa propina para el mozo, su mozo, y comenzó a desandar el camino del bar a su casa, el último paseo.
Una extraña paz reflexiva lo acompañaba en la observación. La última avenida, la última plaza Alberdi, el último perro meando, los últimos chicos escapándose de la escuela, el último quiosco de revistas... los últimos pasos. La nada avanzaba inexorable e inevitable, la salida era más nada, nada más. Pero él pondrÃa los términos, no la nada. La bala esperaba en casa.