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  • Foto del escritorCronista de lo Obvio

El fin de la soledad

Actualizado: 26 sept 2018


El ómnibus vuelve a frenarse. Es de los lecheros, de esos que paran en cada pueblo. Aunque a mí me parece que lo hace a propósito, para demorar la huida, para hacer más tensa la espera. Córdoba parece que se aleja.

Desde La Rioja son unas pocas horas, pero parecen días. Miro atrás y veo la casa, veo el infierno. El nene se mueve en mi regazo, la nena dormita sobre mi hombro. Mora está atrás con sus dos nenes, tiene los ojos abiertos como el dos de oro. No puede más del cagazo. Ella también mira para atrás todo el tiempo. Yo me doy cuenta porque estoy un asiento más adelante, pero en diagonal, entonces giro un poco y veo que ella también lo hace. Aunque físicamente ya estamos lejos, nos cuesta irnos.

Mi papá me vendió cuando tenía doce años. Gracias a Dios nunca me enteré por cuánta guita lo hizo. Me mudé a la casa de él y fui su esposa hasta los 18, que me puse vieja para su gusto retorcido. Empecé a ejercer de mamá de los dos chicos que me había hecho y a limpiar la casa y hacer la comida y esas cosas. En ese entonces llegó Mora a reemplazarme. También tenía doce años, también vendida por su santo padre, que también la violaba cuando era una nena. Él se quejaba de que estaba usada, pero hacía uso de las instalaciones a discreción. Otros dos hijos. Los hacía de a pares, el hijo de puta.

Cuando Mora llegó a los 18, a él ya se lo notaba inquieto, como que quería bajar el modelo, pero ya no estaba para esos trotes. Éramos siete en la casa. Siete bocas, siete calzones, siete pantalones, catorce zapatillas y siete remeras. Y los nenes a la escuela, porque el hijo de puta te educaba. Así que ya no le daban los números para comprar otra.

Mi hija tenía once años. Ella lo cambió todo. En la escuela y con su telefonito me empezó a hablar de que estaba mal lo que vivíamos. Que no podíamos estar sometidas de esa forma a él. De que éramos iguales a ellos y qué sé yo cuántas otras cosas. A mí me costaba un montón entenderla... pero todo cambió cuando abrí los ojos. Él no tenía guita, Mora tenía ya 19 y mi hija estaba creciendo... ¡la puta madre! No me olvido más el día en que me di cuenta, fue como si un rayo fulminante me hubiera atravesado los rulos y dejado pelada. Estaba barriendo la cocina y entró mi hija. Él estaba sentado leyendo el diario y tomando café. Ella dejó la mochila sobre la mesa, se acercó a saludarme y se agachó para atarse los cordones. Sentí que mis ojos eran la cámara de una película: la miré desde arriba y noté, por el borde de la remera, que le estaban creciendo las tetitas. Levanté la mirada y me concentré un segundo en la ventana de la cocina, parecieron horas. Me di vuelta con disimulo porque ya lo había entendido todo, él estaba mirando lo mismo que yo había visto hacía un par de segundos. No necesitaba comprar un reemplazo, lo tenía en casa.

Esa semana, mis hijos durmieron conmigo. Exactamente a los siete días, saqué la plata que guardaba abajo de la cama, le robé la mitad del sueldo, que lo dejaba sobre la mesa, el pelotudo, esperé a la noche, le di mucho de chupar, hasta desmayarlo, le chupé bien chupada la pija, para que se cansara a morir, agarré a los míos, a Mora, a los de Mora, y nos fuimos a la mierda.

En un segundo, lo había entendido todo, y la escena había sido perfecta. La escoba en la mano, él a mi espalda, sin prestarme la más mínima atención, como si fuera la mercancía que no le interesaba, como una cosa que ya había usado mucho y ya no quería volver a usar, y la nena como el próximo objetivo, como el corderito que pasta tranquilo en las fauces del león, un león soso, violador e hijo de puta, pero bien carnívoro. Yo no tenía la culpa de nada, yo no merecía nada, ninguna suerte estaba echada, no había ninguna misión que cumplir. Yo era el mundo.

En el ómnibus, viajando a Córdoba, el futuro me deparaba un montón de hambre y precariedad, un montón de miedos, una ventura difícil, complicada, porque acá, en la vida, cuando la película termina seguimos respirando y seguimos teniendo que ganar plata para vivir. Y nosotros no teníamos un mango. Íbamos a ir a Córdoba porque ahí vivía la hija de una vecina que iba a la universidad, que me dijo que me iba a esperar en la terminal y darme cobijo cuando le conté lo que me pasaba, porque nadie lo sabía, o nadie quería saberlo, o a nadie le importaba un carajo. Yo sabía que la cosa iba a estar difícil. Conseguir trabajo, conseguir donde vivir, armar un hogar de la nada, mandar a los chicos a la escuela, enfrentar el mundo solas, sin un hombre. Nosotras, que éramos propiedad de alguien, de pronto solas. Sí, la libertad daba un miedo bárbaro, pero estaba la escena de la escoba. Y estaba la nena durmiendo en mi hombro, el nene en mi regazo, y Mora con los otros dos.

No pude evitar sonreír. Sí, sonreír. Porque en el medio del drama, de toda la mierda que me tuve que comer, me di cuenta de que en ese ómnibus estaba mi familia. De que íbamos a hacer lo que pudiéramos, como pudiéramos, pero que ya no íbamos a comer más mierda. No íbamos a soportar más a un hijo de puta leyendo el diario a nuestras espaldas, espiando en los escotes de las nenas. Y si alguien osaba hacerse el vivo, tenía los dos cuchillos que usaba para el asado esperando en el bolso...

De pronto, me di cuenta de que nunca iba a dejar de mirar para atrás, pero de que para adelante también había camino. Y de que no lo estaba caminando sola.

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