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Foto del escritorCronista de lo Obvio

El abismo del escritor

Actualizado: 25 sept 2020


La computadora confirmaba lo que el teléfono ya había avisado: el correo había llegado en tiempo y forma.El escritor lo abrió con lentitud y lo leyó con cautela, como si las letras fueran de la más fina y delicada porcelana, y sus ojos se convirtieran súbitamente en manazas toscas y brutales. Leía despacio, absorbiendo el sentido ya no de cada palabra, sino de cada letra. Comiendo los sonidos mentales que se reproducían en su mente en figuras saussurianas. Buscando que cada sentido pudiese experimentar de una forma u otra el mensaje más importante de su vida. El último y el que siempre había esperado.


Después de 54 años de vida, de ocho libros publicados, el momento había llegado: su gran obra. Una novela monumental, que le daba el primer premio de su vida. Un premio que lo iba a convertir en un escritor profesional, con un laurel en el currículum, con un libro expandiéndose por todas las librerías del mundo, con una cara que al menos en los pequeños ambientes literarios se iba a convertir en una cara razonablemente reconocible, con la promesa firme de uno o dos libros más, y con la certeza de que ese era el punto de partida. Que si todo iba mal, era todo eso, y que si todo iba bien, era todo eso y más.


Sin embargo, una sombra funesta cruzó el esbozo de sonrisa que se le había dibujado en el rostro mientras degustaba el mensaje. Un recuerdo borró la satisfacción efímera de esas palabras consagratorias para modificar la percepción del futuro de una forma tan brutal, que cada músculo de su rostro adoptó una disposición diferente. La transformación fue completa porque la reflexión lo llevó al abismo, y después del abismo, como todo el mundo sabe, ya no había nada.


Toda su vida había perseguido esa novela. La novela de la consagración, la del primer premio, la de la transformación en un escritor que viviera de escribir, acaso uno de los privilegios más exclusivos de todo el mundo, pues son muchos los que escriben y muy pocos los que viven de escribir.


Pero la pregunta ensombrecía la primera idealización de la gran novela, para hacer un surco infinito en el suelo y construir ese abismo tenebroso. No era una pregunta compleja, ni rebuscada, ni siquiera inesperada. Quizás era una pregunta que todos los que tenían algún tipo de éxito se hacían. Quizás el escalador se preguntaba lo mismo al llegar a la cima de la montaña o el médico luego de descubrir la cura del cáncer o el físico tras ganar el Nobel. Es esa pregunta que parece una puerta que se abre a un qué sé yo. Si la vida es andar por un pasillo, la puerta es el final de esa vida y el paso a una vida distinta. ¿Somos los mismos tras cruzarla? O más profundo y existencial: ¿somos los mismos en un tránsito que nos convierte o la estela en el mar a la que se refiere Machado son cadáveres de nosotros mismos que quedan en el camino que se hace al andar, mientras nuevos yo nacen y nacen y nacen y nacen?


El escritor no lo sabía y tampoco llegaba tan al fondo del asunto. Su pregunta era otra, más cerca de la acción que de la identidad, más en la superficie que en las oscuras profundidades. No era un quién voy a ser en cinco minutos, sino más bien un qué voy a hacer dentro de cinco minutos, después de ese correo. La pregunta no era otra que la postura ante la incertidumbre, pero una incertidumbre mentirosa, o tramposa, mejor dicho, pues en algún rincón oscuro ocultaba una verdad que le espantaba.


La pregunta era: ¿qué voy a hacer ahora? El escalador encontrará una respuesta sencilla: escalar otra montaña. El escritor, también: escribir otra novela.


¿Pero qué si el escalador se hace esa pregunta en la última montaña por escalar?, ¿qué si el escritor se hace la pregunta después de haber recibido la confirmación de que había escrito su mejor novela y de que nunca más en su vida iba a volver a escribir una novela tan buena?, ¿cómo vivir con esa tragedia, cómo levantarse, cómo comer, cómo coger, cómo respirar sabiendo que uno nunca más volverá a hacer algo tan bueno? ¿cómo sentarse a escribir, cómo vivir de la escritura si todo lo demás va a carecer de sentido?


Quizá los grandes escritores también habían tenido esa duda tras su primer éxito, pero para ellos la respuesta habría sido más sencilla: esa no era su gran novela. O, si lo era, volverían a escribir otras novelas buenas.


El escritor sabía que a él no le cabía tal posibilidad. Es como si un jugador de discreta técnica convierte un gol maradoneano. No por eso se va a convertir en un genio del fútbol. Va a seguir siendo un jugador rudimentario, que una vez se iluminó y convirtió un gol maradoneano. Eso era el escritor. Un escritor que durante medio siglo había luchado para convertirse en aceptable, que de pronto escupía una gran obra y se consagraba como un escritor bueno. Pero él sabía que era una falacia, producto de un desempeño aislado.


La diferencia entre esa novela premiada y las otras siete era abismal. Él no había escalado el Everest después de escalar mil montañas, había dado un salto monumental hacia una delgada cornisa, de la que no había regreso, salvo lanzándose al vacío. No tenía alternativa.


El escritor se pasó la mano derecha por la frente, como secándose una transpiración que no estaba allí, y se echó para atrás, hasta que su cabeza quedó colgando sobre el respaldar de la silla de oficina.

Respiró profundo, exhaló con ruido y por fin esbozó una sonrisa sincera y liberadora. Lo había entendido todo. Ese correo electrónico significaba una sola cosa. Tenía un significado inconfundible que su afán de supervivencia había disimulado construyendo una falsa introspección, un dilema inexistente. Había una sola salida y el escritor lo sabía.


Después del abismo, estaba la nada.

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