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Foto del escritorCronista de lo Obvio

Dos Palabras


El vaso explotó en el suelo, como en una escena dramática, de esas en las que el protagonista se entera de algo malo y se le cae el vaso, que va a dar en cámara lenta contra el piso y el líquido vuela para todas partes y los pedacitos de vidrio se estampan contra la lente de la cámara.

Sólo que en esta escena no había actores o actrices preocupados por una mala noticia, sino un viejo que se había quedado dormido en el sillón con un vaso de whisky a la mitad y una foto en el regazo, mientras la TV aullaba de fondo.

En la imagen había un nene sentado en los hombros de su padre. El nene sonreía con la boca abierta y los ojos achinados. Miraba hacia un costado, como si detrás de la cámara algo lo estuviera haciendo reír a carcajadas. Debajo suyo, el hombre, su papá, lo sostenía en sus hombros. Él también reía con la boca abierta y los ojos achinados, extendiendo los brazos hacia los costados, con las palmas de las manos abiertas.

Era una foto de publicidad. Los cuerpos en movimiento, el sol que iluminaba dejando auras angelicales sobre los cabellos castaños, el brillo de los dientes blancos. De esas fotos que merecen cuadros en las salas, para que las vean las visitas y digan, ¡qué lindos!, y la familia pueda regodearse en su perfección congelada.

La imagen exponía, además, la soledad y el heroísmo de un papá responsable, trabajador y dedicado, y de un chico que cumplía con su parte estudiando y portándose bien. Porque ese era el pensamiento de cualquier invitado al ver la foto, ¡qué bien este hombre, cómo cría solo a su hijo y cuán felices son!

Puertas adentro, no era muy distinto, aunque un poco menos emocionante. Dos personas que se quedaron sin el pegamento por una fulminante enfermedad y que tuvieron que volver a conocerse, rearmar el trío, convertirlo en un dúo y tratar de seguir tocando la misma música.


La cinematográfica caída del vaso despabiló al hombre de la foto, que en ese presente solitario tenía menos dientes, más barriga y menos cabello.

Trató de levantarse. Le costaba hacerlo. Miró la foto con desconcierto, como desconociendo a ese tipo capaz de levantar a un chico en sus hombros, cuando el viejo quer ya era apenas si podía sostener un portarretrato. ¿Acaso era el mismo, acaso el tiempo modifica al ser humano o, peor, lo convierte en alguien más?, ¿es que nacemos a cada rato? Sacudió la cabeza, mientras dejaba el portarretratos en la mesita que estaba al lado del sillón. Tenía que ir a buscar el estropajo y papel de diario, para limpiar el enchastre que había hecho y envolver los restos de vidrio, que estaban esparcidos por toda la sala. No era momento de pensamientos existenciales.

A mitad de camino a la lavandería, se detuvo y apoyó su brazo en la pared. El silencio era aplastante, pero un recuerdo vívido engañó sus sentidos. Antes, cuando se dormía viendo la tele en la sala, se levantaba a mitad de la noche para ir al baño y acostarse en la cama. Y en el camino se detenía exactamente en ese lugar para oír a su hijo, que se quedaba escuchando música o tocando la guitarra hasta la madrugada. Sonaba bajito, porque era muy tarde, pero se lo podía escuchar como en un murmullo. El nene vivía para la música, y fue la música la que se lo llevó.

Pero esa madrugada no había nada, sus oídos viejos lo estaban engañando. Por más que se esforzara en escuchar, no percibía ni un zumbido. La musiquita no llegaba del cuarto del nene, tampoco el dulce sonido de sus cuerdas. Nada. Silencio atroz.

Todavía un poco desconcertado, dejó la pose del oyente, como él le decía, y se dirigió a la cocina. Después de la sala del vaso roto seguía un largo pasillo. De un lado estaban los cuartos, primero el del nene y el suyo al final; del otro estaba la cocina, y detrás la lavandería, en donde lo esperaban los objetos para limpiar el enchastre.

Poco a poco limpió su conciencia del sopor del alcohol. Se había dormido tomando porque estaba triste. Y estaba triste porque, unas horas antes, el nene se había ido a Europa.

El nene tampoco era ya el de la foto. Era un adulto que se había dedicado a la música y había ganado una beca en Italia. Su papá estaba orgulloso, pero esa era la trampa. ¿Qué trampa? Que hacerlo bien implicaba quedarse solo. Y sí, estaba contento por el nene. Y pensaba en el nene, y se alegraba por el nene. Pero estaba solo. ¿Y ahora?

Tomó el secador y diarios, para limpiar el quilombo en la sala. Lo hizo rápido y con presteza, aunque puteaba al aire cada tanto porque le dolía la espalda.

Dejó la sala más o menos decente y se fue al cuarto, pero antes de llegar a su cuarto tuvo que volverse porque se había olvidado de apagar la tele. Se cercioró de que la puerta estuviera con llaves y ahí sí se fue a acostar a dormir.

Ni ganas de ponerse el piyama tenía ese día. Se sacó el pantalón, la camisa y se acostó en calzoncillos y camiseta sin mangas. Era de la generación que todavía usaba camisetas debajo de la camisa.

Estuvo un largo rato mirando el techo, mientras las lágrimas caían lentamente hacia la almohada. Giró en sí mismo y cuando iba a apagar la luz, vio un sobre. No recordaba ese sobre.

Se sentó con curiosidad, buscó los lentes que tenía en el cajón de la mesita de luz y abrió el sobre. Había solo dos palabras. Solo dos palabras con las que, de pronto, ya no se sintió solo. Dos palabras que se habían convertido en el secreto del universo, en la gasolina del alma. Dos palabras que le permitirían seguir respirando hasta que su cuerpo se cansara de hacerlo, porque el espíritu no iba a abandonar esta vida hasta que se la arrancaran de las manos. Dos palabras que resumían la vida.


La carta decía: “Te quiero”.




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