top of page
Foto del escritorCronista de lo Obvio

Celos en el Cielo

Actualizado: 21 jun 2018


Las puertas, de gruesos barrotes negros y tan altas que se perdían en la inmensidad, estaban abiertas de par en par. Debajo, a un costado, un viejito barbudo con cara de bueno le guiñaba un ojo y levantaba ambos dedos gordos en inequívoca señal de “pase tranquila”. Una espesa neblina reptaba por el suelo y no dejaba ver los mosaicos, pero ahí abajo sentía algo duro que le permitía caminar; todavía le costaba desprenderse de los recuerdos de la vida en concreto.

Avanzaba con lentitud, con esa incertidumbre que causa lo desconocido. Aunque ella ya había leído y visto mucho sobre el cielo, quién no, la inmensidad y el vacío intimidaban. No había horizonte, no existía la línea imaginaria entre el cielo y la tierra en donde se puede dibujar un punto y avanzar hacia la utopía de tocarla. Todo era de un azul que empachaba, inquietante, absorbente, avasallante. Sólo al final, allá en donde la vista se cansaba de viajar, unos poderosos reflejos amarillos daban la pista de que por allá lejos andaba sol.

La soledad era aplastante, pero al atravesar el umbral de la puerta las dudas se disiparon, surgiendo imágenes más concretas de ese espacio interminable, vulgarmente conocido como el paraíso. En un primer vistazo, parecía una ciudad de la Tierra: calles al medio, viviendas a los costados. Pero ahí terminaban las coincidencias. El paraíso parecía una fotografía: casi no había movimiento. Tampoco había automóviles, ni semáforos, sólo algunos peatones que andaban sin apuro, acaso porque tenían a la infinitud de su lado.

Un hombre, de larga barba canosa y cara de bueno que parecía el hermano del viejito de la puerta, ¿o acaso era el mismo?, la cruzó y, sin hablar, le dejó un papel con una nota: “sigue caminando en línea recta”. Intrigada, ella le hizo caso. Avanzó por una calle ni ancha ni angosta, con algunos locales con cara de nada, edificios que estaban habitados pero parecían vacíos y mucha gente, con una parsimonia exasperante, casi estática.

No caminó muchos metros cuando lo encontró a él, la razón del papelito que le había dado el viejito de barba larga y canosa. Horacio, su marido, que había muerto unos años antes, estaba sentado en la mesa externa de un bar tomando un vermouth y jugando al truco con cinco amigos. De fondo sonaba un tango que ella no identificaba porque siempre le había gustado el rock, acaso el único y real desacuerdo con su esposo.

Sin mediar palabras, él dejó las cartas, se apartó de las risas y los gritos, que continuaban porque fue reemplazado de inmediato por otro viejo que estaba por ahí, y avanzó hacia ella como si la hubiese escuchado llegar. Sonreía con una sonrisa ancha, de oreja a oreja, y lloraba con cierto disimulo, de esos llantos que tienen lágrimas pero carecen de gestos. Ella corrió hacia él, emocionada, y se fundieron en un abrazo poderoso y profundo. Aunque se veían viejos, tenían el vigor de dos adolescentes. Dieron vueltas tomados el uno del otro hasta que él la levantó en sus brazos y le dio un beso en la boca. Ella tembló de emoción y se preguntó si se podía coger en el cielo. Pero se quedó con la duda, porque al soltarla, él le tomó la mano y empezaron a pasear por el paraíso, sin prisa y sin rumbo, como dos inmortales.

Esa especie de ciudad se extendía hasta el infinito, aunque no costaba ningún esfuerzo transitarla. Podían andar toda la eternidad y ni se darían cuenta. Las nociones del tiempo y el espacio eran distintas en el paraíso, toda vez que no existía la finitud. No había muerte ni vejez. Horacio le recordó que allí tampoco había materia, por lo tanto no había pulmones sin aire, ni músculos exhaustos, sólo almas que caminaban porque no comprendían otra manera de avanzar.

Ella seguía pensando en el sexo, y se preguntaba si los fantasmas también cogían.

En una esquina, se dieron con un teatro al aire libre. Era un teatro hermoso. Las tribunas más altas estaban a la altura de la calle, a ras del piso, y el escenario se erigía abajo, detrás de cientos de hileras de bancos.

Se acercaron allí, pues ella en su juventud había sido actriz, para ver qué obra se estaba interpretando. La obra era Mariana Pineda, de García Lorca.

Aunque había bastante gente, todavía se veían claros en las tribunas, incluso cerca del escenario. La pareja se acercó hasta la segunda fila, en donde habían visto un espacio libre, pero ella no llegaría nunca a sentarse. A mitad de camino, la imagen de Héctor, su viejo amor, interpretando a don Pedro de Sotomayor, casi la hace caer de culo. Soltó la mano de su marido y avanzó lenta pero segura hacia el escenario, para cerciorarse de la visión: ¡Sí, era él!

Héctor había fallecido de una cruel enfermedad, a los 22 años. Por ese entonces era su novio y un prometedor actor de teatro. En su lecho de muerte, él le había jurado que la esperaría allá donde fuera. Y ahí estaba, dejando a un lado la obra de teatro y acercándose a ella para fundirse en un apasionado beso, para cumplir la promesa cerrando un círculo que parecía interminable.

El amor juvenil, las promesas a la luz de la luna, los compromisos en la cama de un hospital, las sonrisas bajo los reflectores de un teatro barrial no tardaron en entrar en conflicto con la certeza de haber compartido un lecho durante toda una vida.

Horacio, el marido, se acercó algo perplejo a los tórtolos y más por reflejos que por convicción, le dio un empujó a Héctor que lo dejó culo contra el escenario. El joven se levantó rápidamente y ambos se enfrentaron con miradas asesinas y palabras encendidas, mientras el gentío iba creciendo, demostrando que aún en el cielo al humano le encantaba el quilombo, en especial el ajeno.

De inmediato, un ángel se corporizó entre ellos para mediar entre tanto grito, mientras ella preguntaba ya sin disimulo, a quien quisiera escuchar, si en el cielo se podía coger, pero nadie la parecía hacerle caso.

Los hombres al final entraron en razón, se apaciguaron los ánimos sin una sola piña. Ambos, con el ángel como mediador, habían acordado que la decisión sería de ella. Y que el perdedor soportaría el dolor y continuaría con esa difusa y eterna existencia en el cielo, cargando la cruz del amor perdido.

De pronto, como en una película, todos los ojos se posaron sobre ella, la dueña de la decisión, la que de forma inevitable arruinaría una vida para iluminar la otra.

Tenía que escoger: o el gran amor de su vida, la promesa adolescente, la expectativa idealizada de una joven de 19 años o el hombre de su vida, el que la había acompañado durante 50 años, su media naranja, la mitad de su familia, sus hijos, nietos y bisnietos.

Apabullada, se apoyó sobre el escenario mirando a ambos, sin saber qué hacer, cuando una melodía llegó a ella como una tenue brisa... We're caught in a trap/I can't walk out... Entrecerró los ojos y comenzó a balancearse con lentitud ante la música, que llegaba como un zumbido algo cavernoso pero cautivante, We can't go on together/With suspicious minds, y la mecía como a un bebé y la tranquilizaba y la llevaba a avanzar lentamente, ante el estupor de la platea, que esperaba un desenlace para la novela.

Ella no hacía caso a las miradas prejuiciosas, al reclamo mudo de una muchedumbre que había elegido a sus víctimas, ellos, y a la malvada, ella, aunque no decía una sola palabra para expresarlo. Tampoco se preocupó por sus hombres, que la miraban incrédulos abrirse paso entre el gentío, sentar de culo de un empujón al ángel mediador, que pretendió erigirse en un muro de contención viejo y flácido, y seguir avanzando, firme e indestructible, hacia el murmullo hipnotizante de la música de Elvis Presley, para nunca jamás volver.

En el cielo, ellas también eligen a los músicos.


.

26 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comentarios


bottom of page