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  • Foto del escritorCronista de lo Obvio

Besos en el Metropolitano

Actualizado: 21 may 2020


Las luces blancas de la Estación Central del Metropolitano dibujaban el contraste perfecto. Su perfil, hermoso y refinado, eclipsaba el resplandor blanquecino de los faroles eléctricos, convirtiendo a la luz en un aura destinada a rodear un rostro hermoso. Rayitos blancos viajaban en líneas sutiles sobre sus contornos, esculpiendo la nariz respingada, la frente chata, los cabellos negros y pesados y esa boca, gruesa y jugosa.


Tuve que girar hacia mi derecha para contenerme, para no caer en la trampa de la exhibición porque la tentación me estaba derritiendo. Ahí nomás, adelante mío, había una señora con el cabello anaranjado y una blusa negra. Sus labios eran de un rojo furioso y tomaba su carterita negra con enojo, como advirtiendo a un ladrón ausente que estaba decidida a defenderla con rabia.


A su lado, un señor leía Publimetro, el diario gratuito que entregaban todas las mañanas y un poco más allá, otra señora, más bajita y con menos tintura que la primera, se apoyaba sobre la reja que separaba las filas porque, evidentemente, estaba cansada de esperar el lentopolitano.


Volví a girar hacia él, pero intenté saltearlo con la mirada. A su lado había un hombretón de manos gruesas que miraba de soslayo un culo femenino que estaba dos lugares más allá. En medio de ellos, un flaco alto, con corte militar, miraba divertido su teléfono.


Éramos más, muchos más. Lima a la mañana era un enorme psiquiátrico de diez millones de personas corriendo, chocando entre sí, pisándose unas a otras para llegar a un destino difuso pero rutinario. El Metropolitano era parte de esa escena de manicomio, atiborrado de gente esperando por esos buses que, a esa hora, parecían mínimos, chiquitos como una lata de sardinas.


Y con todo ese gentío, entregarse al deseo inocente de un beso, una caricia, siquiera una mirada sugestiva podía ser peligroso. Pero ese rostro... ¡ay ese rostro tan hermoso! Y en ese momento preciso, con la luz blanquecina rodeándolo en un áurea celestial, fuera de este mundo de mierda, incomprensivo y violento; ese rostro, en ese momento, era razón suficiente para gritar ¡al diablo! Y tomar el rostro de las mejillas con ambas manos, con sutileza y cariño, tomarlo y traerlo hacia uno, despacito y sin apuro, esperando que el rostro hermoso reaccione con aceptación. Y sentir el vientito del rostro viniendo hacia uno, el jadeo tibio y la mirada intensa, y abrirle la boca y esperar a que el rostro hermoso también la abra. Y juntar los labios y sentir su saliva y su lengua jugueteando con la de uno, y gritar váyanse todos al carajo como un mudo, porque no se gritaba, pero ese beso era más poderoso que cualquier grito porque su significado era un hago lo que quiero porque lo quiero, era un miren para otro lado, depravados de mierda.


Pero al final, el mundo es el mundo y los rostros bailan a su ritmo, y las luces no son más que luces y la perfección es un momento único e irrepetible de la percepción individual.


La unión duró apenas unos segundos y la sonrisa de haberlo hecho, de haberse animado a tanto, se disipó como la neblina en un día ventoso. La primera en reaccionar fue la señora de cabello anaranjado y rojo furioso. Me pegó en el hombro, mientras me gritaba que era un cochino. Tres jovencitos de cabello corto y prolijo golpearon al rostro hermoso y dos policías me tomaron de los pelos y me sacaron del lugar, por revoltoso. Me llevaron despacito, sin prisa, desoyendo mis ruegos porque un grupito furibundo estaba desarmando al rostro hermoso, mientras la defensa, compuesta apenas por dos o tres corazones bondadosos, poco podía hacer para detener la furia.


Ellos, los de uniforme, me decían que si no me resistía, si me dejaba sacar de la Estación Central con mansa aceptación, lo irían a buscar y lo salvarían de la muchedumbre. Mientras tanto, me pegaban como con disimulo, aunque el dolor era bien explícito.


En la calle, la ventisca fresca de la Lima gris de julio era una daga gélida que me desamparaba en una soledad de diez millones de personas. Una soledad avasallante, aplastante, mejor dicho.


Caminé unos metros hasta sentarme en uno de los banquitos del Parque Juana Alarco de Dammert, ahí, frente al Museo de Arte Italiano. Un hilito caliente me brotaba de la comisura del labio, era la sangre provocada por uno de los golpes despistados de los policías. También me dolía la cabeza, aunque ahí ya no sabía si era un golpe o el alma, pero ahí estaba el dolor, como un latido punzante que empujaba mis ojos al suelo.


El teléfono vibró con una pregunta, ¿en dónde estás?, y yo respondí con velocidad, acá, en el banco frente al museo italiano.


El rostro hermoso no tardó en llegar. Teniendo en cuenta el contexto, no había sido para tanto. Un ojo magullado y un dolor fuerte en las costillas. Si no fuera porque entre la muchedumbre había defensores de las causas perdidas, estaría rodeado del blanco mortecino de un hospital, con médicos y enfermeras asqueados por ese puto golpeado.


A él también le dolía la cabeza. Lo intuí por el modo en que se masajeaba el cráneo mientras me hablaba. Quise abrazarlo, pero se había sentado lejos de mí. Quise darle la mano, pero las tenía ocupadas masajeándose el cuero cabelludo. Quise acariciarlo, pero cuando levanté mi mano hizo un gesto de alejarse. Le pregunté si ese beso había valido la pena. El rostro hermoso me sonrió y me dijo que sí, que mil veces sí. Y los dos sonreímos con disimulo, para nosotros mismos, porque en este mundo, el mundo odia nuestras sonrisas.

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