Las luces blancas de la Estación Central del Metropolitano dibujaban el contraste perfecto. Su perfil, hermoso y refinado, eclipsaba el resplandor blanquecino de los faroles eléctricos, convirtiendo a la luz en un aura destinada a rodear un rostro hermoso. Rayitos blancos viajaban en lÃneas sutiles sobre sus contornos, esculpiendo la nariz respingada, la frente chata, los cabellos negros y pesados y esa boca, gruesa y jugosa.
Tuve que girar hacia mi derecha para contenerme, para no caer en la trampa de la exhibición porque la tentación me estaba derritiendo. Ahà nomás, adelante mÃo, habÃa una señora con el cabello anaranjado y una blusa negra. Sus labios eran de un rojo furioso y tomaba su carterita negra con enojo, como advirtiendo a un ladrón ausente que estaba decidida a defenderla con rabia.
A su lado, un señor leÃa Publimetro, el diario gratuito que entregaban todas las mañanas y un poco más allá, otra señora, más bajita y con menos tintura que la primera, se apoyaba sobre la reja que separaba las filas porque, evidentemente, estaba cansada de esperar el lentopolitano.
Volvà a girar hacia él, pero intenté saltearlo con la mirada. A su lado habÃa un hombretón de manos gruesas que miraba de soslayo un culo femenino que estaba dos lugares más allá. En medio de ellos, un flaco alto, con corte militar, miraba divertido su teléfono.
Éramos más, muchos más. Lima a la mañana era un enorme psiquiátrico de diez millones de personas corriendo, chocando entre sÃ, pisándose unas a otras para llegar a un destino difuso pero rutinario. El Metropolitano era parte de esa escena de manicomio, atiborrado de gente esperando por esos buses que, a esa hora, parecÃan mÃnimos, chiquitos como una lata de sardinas.
Y con todo ese gentÃo, entregarse al deseo inocente de un beso, una caricia, siquiera una mirada sugestiva podÃa ser peligroso. Pero ese rostro... ¡ay ese rostro tan hermoso! Y en ese momento preciso, con la luz blanquecina rodeándolo en un áurea celestial, fuera de este mundo de mierda, incomprensivo y violento; ese rostro, en ese momento, era razón suficiente para gritar ¡al diablo! Y tomar el rostro de las mejillas con ambas manos, con sutileza y cariño, tomarlo y traerlo hacia uno, despacito y sin apuro, esperando que el rostro hermoso reaccione con aceptación. Y sentir el vientito del rostro viniendo hacia uno, el jadeo tibio y la mirada intensa, y abrirle la boca y esperar a que el rostro hermoso también la abra. Y juntar los labios y sentir su saliva y su lengua jugueteando con la de uno, y gritar váyanse todos al carajo como un mudo, porque no se gritaba, pero ese beso era más poderoso que cualquier grito porque su significado era un hago lo que quiero porque lo quiero, era un miren para otro lado, depravados de mierda.
Pero al final, el mundo es el mundo y los rostros bailan a su ritmo, y las luces no son más que luces y la perfección es un momento único e irrepetible de la percepción individual.
La unión duró apenas unos segundos y la sonrisa de haberlo hecho, de haberse animado a tanto, se disipó como la neblina en un dÃa ventoso. La primera en reaccionar fue la señora de cabello anaranjado y rojo furioso. Me pegó en el hombro, mientras me gritaba que era un cochino. Tres jovencitos de cabello corto y prolijo golpearon al rostro hermoso y dos policÃas me tomaron de los pelos y me sacaron del lugar, por revoltoso. Me llevaron despacito, sin prisa, desoyendo mis ruegos porque un grupito furibundo estaba desarmando al rostro hermoso, mientras la defensa, compuesta apenas por dos o tres corazones bondadosos, poco podÃa hacer para detener la furia.
Ellos, los de uniforme, me decÃan que si no me resistÃa, si me dejaba sacar de la Estación Central con mansa aceptación, lo irÃan a buscar y lo salvarÃan de la muchedumbre. Mientras tanto, me pegaban como con disimulo, aunque el dolor era bien explÃcito.
En la calle, la ventisca fresca de la Lima gris de julio era una daga gélida que me desamparaba en una soledad de diez millones de personas. Una soledad avasallante, aplastante, mejor dicho.
Caminé unos metros hasta sentarme en uno de los banquitos del Parque Juana Alarco de Dammert, ahÃ, frente al Museo de Arte Italiano. Un hilito caliente me brotaba de la comisura del labio, era la sangre provocada por uno de los golpes despistados de los policÃas. También me dolÃa la cabeza, aunque ahà ya no sabÃa si era un golpe o el alma, pero ahà estaba el dolor, como un latido punzante que empujaba mis ojos al suelo.
El teléfono vibró con una pregunta, ¿en dónde estás?, y yo respondà con velocidad, acá, en el banco frente al museo italiano.
El rostro hermoso no tardó en llegar. Teniendo en cuenta el contexto, no habÃa sido para tanto. Un ojo magullado y un dolor fuerte en las costillas. Si no fuera porque entre la muchedumbre habÃa defensores de las causas perdidas, estarÃa rodeado del blanco mortecino de un hospital, con médicos y enfermeras asqueados por ese puto golpeado.
A él también le dolÃa la cabeza. Lo intuà por el modo en que se masajeaba el cráneo mientras me hablaba. Quise abrazarlo, pero se habÃa sentado lejos de mÃ. Quise darle la mano, pero las tenÃa ocupadas masajeándose el cuero cabelludo. Quise acariciarlo, pero cuando levanté mi mano hizo un gesto de alejarse. Le pregunté si ese beso habÃa valido la pena. El rostro hermoso me sonrió y me dijo que sÃ, que mil veces sÃ. Y los dos sonreÃmos con disimulo, para nosotros mismos, porque en este mundo, el mundo odia nuestras sonrisas.