El paradigma conservador sigue la meritocracia más pura y dura: “estamos como estamos porque en este país nadie quiere trabajar”. Palabras más, palabras menos, la frase se repite como Harry Potter en el cable en cada rincón de Latinoamérica.
El paradigma dice que con esfuerzo individual todo se consigue. Que el contexto no es condicionante, que el éxito reside en el carácter, que el sacrificio se reconoce con unos tipos aplaudiendo mientras el esforzado alcanza la meta, cual publicidad aspiracional, y continúa con la lapidaria reflexión generacional: “los chicos no saben lo que es el esfuerzo”, o algo similar. ¡Bingo! El paradigma se completa.
Sin embargo, la perorata conservadora, el reclamo generacional, la oda al esfuerzo individual confrontan con la realidad. Basta con hurgar en un par de datos como para tomar el martillo y comenzar a derrumbar argumentos falaces. Porque, vamos, no es que refutar el individualismo exacerbado sea un acto de iluminación, es bastante sencillo, de hecho, pero no por ello deja de se necesario, toda vez que ganan tipos como Macri, Trump o Bolsonaro.
Entonces, así las cosas, este cronista enumera a continuación, en un torpe e incompleto esfuerzo pedagógico (a propósito del esfuerzo), los argumentos que deberían caer cual castillo de naipes pero que se mantienen en pie como las estatuas de la Isla de Pascua.
El esfuerzo individual no garantiza el éxito, tal como lo entienden quienes lo reclaman.
El contexto influye. Muchísimo.
El paradigma desarrollado bajo la relación esfuerzo/premio se fue a la mierda.
El éxito no existe (reflexión filosófica apurada).
La meritocracia no existe.
Una notaza del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG), ese lugar en el que todos querríamos trabajar pero nunca vamos a hacerlo, aporta información y opinión sobre el tema de la prolongación de la jornada laboral en Chile.
Pero Apuntes económicos sobre la jornada laboral chilena (link) también refleja la notable relación entre la cantidad de horas trabajadas y el desarrollo de un país. Relación que, por cierto, es inversamente proporcional a las horas de laburo.
El cuadro es bastante claro. Teniendo en cuenta las horas efectivamente trabajadas, los países con un mayor desarrollo no sólo social o cultural, sino también con más productividad (ver cuadro al final de la nota), trabajan menos horas que los subdesarrollados o en vías de desarrollo.
El éxito de un país, entonces, no guarda relación con la cantidad de horas de trabajo, medida universal de esfuerzo utilizada por el conservadurismo meritocrático, sino que es un fenómeno mucho más complejo. Lo mismo sucede con el éxito individual (en serio, ¿qué joracas es el éxito?).
La medida del esfuerzo o de la cantidad de trabajo para valorar a personas o colectivos no son más que ideas reduccionistas y útiles a la perpetuación de un sistema que hace de la inequidad su esencia y de la meritocracia su capa mágica.
Por el contrario, la dedicación exclusiva y obsesiva a una sola actividad que persigue esencialmente una recompensa individual encierra a la gente en sí misma, impidiéndole ver qué es lo que pasa a su alrededor. Cegándola, de algún modo.
Aunque la respuesta a por qué un país es más desarrollado que otro es compleja, extensa y polémica (porque no hay una respuesta), la esencia se encuentra en la política. Justamente aquello que demoniza el conservadurismo. Es la política, el pensamiento político, la reflexión política, el grito político, el interés político lo que determina no sólo a los colectivos, sino a los individuos.
La respuesta, entonces. O, mejor, una aproximación de respuesta, es hacer política, porque la política nos hace a nosotros.
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