por Glenda Girón.
publicado en Connectas.
Iris sangró. La tía con la que vivía se dio cuenta, y lo atribuyó a que se trataba de la primera menstruación. Pero no. Iris sangró porque su tío político, el esposo de esa tía, la violó. Iris tenía 11 años, y vivía con esta pareja desde que tenía 2 años, ya que quedó huérfana de madre, y su padre, un estudiante, no podía hacerse cargo.
Esa primera vez que la violó, el tío aprovechó que toda la familia se había ido a un servicio religioso. Después, esperó casi medio año para volver a violarla. Tras eso, siguió agrediéndola casi a diario, aprovechando todas las salidas de la tía. Iris, eventualmente, menstruó. Su tío, entonces, la amenazó con que no podía quedar embarazada. Así, ella se convirtió en usuaria de los métodos anticonceptivos orales. No había cumplido, para entonces, ni los 13 años. En El Salvador hay niñas y adolescentes de 10 a 14 años que usan anticonceptivos en el marco de un abuso y no como parte de un proceso natural de información y reconocimiento. Recurren a ellos por coacción; con esto, las violaciones a las que son sometidas se mantienen entre sombras. Es condena y bálsamo. Porque también evitan las consecuencias de un embarazo a una edad y en unas circunstancias inadecuadas. Durante poco más de la última década, desde 2009 hasta 2019, el Ministerio de Salud tiene registros de 31,041 entregas de anticonceptivos inyectables, orales y de barrera hechas exclusivamente a menores de edades entre los 10 y los 14 años. Estas entregas han ido de 2,099 en el año 2009; a 7,698 en 2013. Y, en 2018, llegaron a 1,479. Para cerrar 2019 con 888. Esta ha sido, como muestran los datos, una política sostenida por los últimos tres gobiernos.
Ana tiene 17 años y dos hijos, que tuvo a los 15 y a los 13 años de edad. Ella, como Iris, es usuaria de anticonceptivos. Se inscribió por primera vez a los 14 años, tras el parto. Ana nació en un hogar de miseria y golpes, del que ha escapado solo para unirse a una pareja. Los tres con los que ha convivido han sido adultos. La entrega sistemática de anticonceptivos plantea varios conflictos. Uno es el que tiene que ver con leyes vigentes, como el Código Penal, que determina en el artículo 159 que “el que tuviere acceso carnal por vía vaginal o anal con menor de quince años de edad” incurre en un delito de violación y se expone a una pena de 14 hasta 20 años de prisión. Si la pareja está formada por menores de edad, también hay una regulación en la Ley Penal Juvenil. Mario Soriano es médico especialista en Salud y Desarrollo de Adolescentes, tiene estudios de posgrado en Salud Sexual y Reproductiva y es el coordinador de la Unidad de Atención de Adolescentes del Ministerio de Salud. Desde ahí, tiene claro en qué sostiene la situación: “En el caso de este grupo de edad, de 10 a 14 años, si tuvo acceso a anticonceptivos, es porque también la situación de relaciones sexuales que ha tenido está tipificada como una violación sexual”. Los anticonceptivos pueden, como en el caso de Iris, perpetuar el delito. O pueden, como en el caso de Ana, evitar todos los riesgos que acarrea el embarazo precoz. En ambos casos, ellas están en una situación de franca desventaja y abandono. Existe una red de instituciones que, en teoría, deben trabajar para detectar abusos, los que son explícitamente violentos y los que se disfrazan de pareja. La primera es la familia y, en el siguiente nivel, están los centros escolares. Esta red, sin embargo, no siempre es efectiva. Como muestra, en los juzgados abundan los casos de violencia sexual que solo se revelan hasta que hay un embarazo. Y, entonces, la que se activa primero es la red sanitaria. “La realidad es que si identifico que esta chica tiene una pareja, doy aviso a la junta (de protección de menores) y, ¿cuánto tiempo va a tardar la junta en dictaminar que hay una acción de protección que cumplir?”, pregunta Soriano. Su respuesta ilustra lo que aparece en los registros del MINSAL. “Si yo no le doy un anticonceptivo a esa chica, tengo la culpa de que hoy, mañana o pasado mañana, salga embarazada”. Y, si sale embarazada en un país que penaliza el aborto, las consecuencias del abuso escalan más niveles.
Son niñas, es delito
Todas las relaciones sexuales de adultos con menores de edad giran en torno a delitos: violación, si la víctima tiene de 10 a 14 años; y estupro, si está entre los 15 y los 18 años. En la práctica, sin embargo, las acciones de investigación y de protección de menores de edad, en las que están involucrados tanto el Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y la Adolescencia (ISNA) como la Fiscalía General de la República (FGR), se ejecutan de “manera poco expedita”, de acuerdo con el médico Soriano, de la Unidad de Atención al Adolescente del MINSAL.
En la red de instituciones encargadas de activar protocolos de protección a la niñez está el ISNA. Para esta investigación se solicitó, en varias ocasiones y durante semanas, una entrevista, pero, después de varios mensajes, el oficial de comunicaciones se limitó a decir que la entrevista no había sido aprobada.
La Fiscalía General de la República es la encargada de investigar los delitos. En el caso de las usuarias en edades de 10 a 14 años que hacen uso del servicio del planificación familiar, la fiscal Marina de Ortega, directora nacional de la mujer, niñez, adolescencia, población LGBTI y grupo en condición de vulnerabilidad, dice no tener conocimiento de ninguna comunicación institucional que dé cuenta de este hecho.
“Las instituciones de salud pública tienen la obligación de poner en conocimiento a las autoridades cuando, de acuerdo con la evidencia encontrada al examinar niño o niña, haya algún indicio de que ha sido abusado; deben ponerlo en conocimiento de las autoridades para que inicien una investigación”, explica la funcionaria.
La fiscal agrega que, incluso en el caso de que las parejas estén conformadas por menores de edad, las instituciones de Salud o de Educación “tienen que poner en aviso, porque hay una Ley Penal Juvenil y porque siempre se está cometiendo un delito, solo que el tratamiento es diferente”. Argumenta que “sí existe la violencia sexual de niños en contra de otros niños”.
En El Salvador, el aborto está prohibido en todos los casos desde 1998. Es un delito con una pena de hasta 8 años de cárcel. Aunque, hay mujeres que, incluso cuando han argumentado haber tenido una emergencia obstétrica, han sido procesadas por asesinato de sus hijos recién nacidos y han recibido condenas de hasta 30 años. Desde acá, Morena Herrera, defensora de los derechos humanos y fundadora de La Colectiva Feminista para el Desarrollo Local, apunta a la ventana de arbitrariedad que hay en las denuncias que se hacen desde los hospitales. “El MINSAL denuncia los abortos o las posibilidades de aborto. Tiene un protocolo que se llama Atención por Aborto y es un programa que implica una denuncia a la Fiscalía, pero no denuncian de igual manera las agresiones. Ahí hay un criterio de qué es para ellos un crimen”.
Iris, durante el tiempo en que su tío político estuvo violándola de manera continuada, buscó ayuda. Su tío la golpeaba en la calle y le armaba escándalos cuando ella salía de casa. Esto la hizo hablar de lo que le pasaba con dos docentes de la institución donde estudiaba. La denuncia, sin embargo, no llegó por esta vía. Tampoco por la del personal de salud.
Iris casi se rescató sola. Desesperada, aprovechó una de las esporádicas visitas de su padre para contarle todo a lo que había estado sometida. Fue él quien inició el proceso por el que el tío fue condenado a más de 30 años de cárcel. Pero, para ese momento, Iris ya había sido violada desde los 11 años, hasta casi cumplir la mayoría de edad.
La ingesta de anticonceptivos, así como las marcas que el abuso dejó en el cuerpo de la adolescente fueron algunas de las pruebas que usó la Fiscalía. En una parte del proceso, Iris expresó: “Él decía que me tomara las pastillas, porque, si no, él no se iba a hacer cargo si salía embarazada”.
Aunque existen protocolos para que instituciones sanitarias y educativas canalicen posibles delitos contra menores de edad, solo un 15 % de denuncias llega por esa vía, según la fiscal Ortega. En la mayoría de casos, son los familiares los que se declaran ofendidos y abren los procesos. Para cuando el padre de Iris lo hizo, el calvario de la adolescente ya se había prolongado por años y ya se había colado entre las manos de personal de educación, de salud, de los vecinos y de las personas con las que vivía, como la tía.
El embarazo, una condena a la pobreza
Ana hace cuentas y cree que el mejor trabajo que ha tenido fue cuando estuvo a cargo de un cafetín. Aunque era más un carretón. No cocinaba más que comida rápida, como tortas y hotdogs. Con el mismo tono, hace otras cuentas. Si no se hubiera puesto en “control en la Unidad de Salud”, hoy tendría más hijos. Solita, se apura a hacer un balance. Ya es difícil conseguir por lo menos 60 dólares al mes para que sus dos hijos coman. “¿Se imagina con tres, o con cuatro?”, pregunta.
Ana estudió solo hasta tercer grado de primaria. Encarna algo que Hugo González, representante del Fondo de las Naciones Unidas para las Poblaciones (UNFPA), describe como fenómeno: “En las más chiquitas, la deserción escolar se da por la unión temprana, aunque el embarazo transita casi paralelo a la unión. Esto las condena a baja educación y a un nivel de empleabilidad que no les va a garantizar un ingreso que les permita sobrevivir en condiciones dignas a ella y a su hijo; por eso, estas jóvenes tienen hasta tres hijos antes de llegar a los 18”. Ana, de 17, va por dos y no quiere, por el momento, más.
Tras el primer parto, a los 13 años, Ana recibió orientación en salud reproductiva en la clínica de su municipio y se inscribió en el Programa de Planificación Familiar. En 2017, cuando comenzó a solicitar el servicio, el método por el que optó, asesorada por el personal de salud, fue el inyectable. La relación con el padre de su primer hijo, sin embargo, terminó cuando el joven de 19 años decidió migrar. Ella volvió a la casa de su familia, y abandonó la planificación familiar.
“En edades de 10 a 12 años, se reportan adolescentes utilizando principalmente métodos inyectables, seguido de pocos casos que utilizan métodos orales y algunas con dispositivo intrauterino y de barrera. De 13 a 14 años se observa la misma proporción de uso de los anteriores, pero se registran casos de adolescentes que utilizan método intradérmico”. Esta declaración se desprende del informe “Tendencias de embarazos y partos en adolescentes” que el Ministerio de Salud generó para el período 2013-2017.
Los efectos secundarios del uso temprano de anticonceptivos inyectables han sido objeto de múltiples estudios. En el documento “Lineamientos técnicos para la provisión de servicios de anticoncepción” del MINSAL, se detalla que “el sangrado intermenstrual, manchas o amenorrea, acné, cambios en el peso, pueden ser molestos y preocupantes para las adolescentes y requieren de orientación exhaustiva”. También se advierte: “El uso del DMPA (acetato de medroxiprogesterona) ha demostrado reducir la densidad mineral ósea en usuarias adolescentes en comparación con la densidad mineral ósea de controles menstruales normales y usuarias de anticonceptivos orales; sin embargo, el posible efecto sobre la salud ósea futura se desconoce”.
A escala internacional, instituciones como la Organización Mundial de la Salud (OMS) no establecen prohibiciones ni restricciones para el suministro de anticonceptivos a adolescentes. Al contrario, el acceso a los mismos y a la información sobre su uso está catalogado como un derecho. González, del UNFPA, señala que hay una tendencia mundial a que el inicio de las relaciones sexuales sea cada vez más temprano, esto destaca la necesidad de que los adolescentes cuenten con información y acceso a recursos para cuidar de su salud sexual y reproductiva.
En consonancia, la Ley de Protección Integral de la Niñez y la Adolescencia (LEPINA) y la Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres (LEIV) en El Salvador incluyen artículos en los que establecen que los ministerios de Salud y Educación son instituciones llamadas a crear programas que faciliten información y acceso a recursos en lo relativo a la salud sexual y reproductiva, como los servicios de anticonceptivos. El MINSAL, en sus lineamientos, es aún más categórico en materia de adolescentes: “Cualquier método anticonceptivo es más seguro que un embarazo no deseado”.
Si bien los convenios internacionales y las leyes relacionadas con los menores de edad contienen apartados que buscan garantizar la información, la educación y el acceso a métodos anticonceptivos en la adolescencia, el enfoque no termina de ser suficiente para abarcar el problema en este país, porque hay que tomar en cuenta un factor fundamental: la violencia.
En El Salvador en solo cuatro meses de 2019, el Instituto de Medicina Legal recibió 822 casos de violencia sexual. En 250 de ellos, las víctimas dijeron tener de 10 a 14 años de edad; quiere decir que estaban a medias entre niñez y adolescencia, muchas de ellas, seguramente, no habían ni menstruado por primera vez, como Iris.
Hubo otros 117 casos en los que las víctimas estaban entre los 5 y los 9 años de edad, no tenían ni pechos ni caderas curvadas. En otros 69 expedientes, consta que las agresiones las sufrieron menores de 1 a 4 años, no habían mudado aún los dientes de leche. Y 6 de las víctimas no habían cumplido ni un año de edad; no podían caminar ni hablar todavía cuando fueron agredidas. Para resumir, solo entre las víctimas en edades de 0 a 14 años suman 442 agresiones sexuales, el 54 % de todos los casos que llegaron a Medicina Legal entre esos meses de enero y abril del año pasado.
Estos números que recoge el Observatorio de Violencia Sexual que lleva la Organización de Mujeres por la Paz (ORMUSA) reflejan que la violencia sexual —al menos esa de la que se logra llevar un registro— tiene como principal blanco a menores de edad. En el 90 %, de las víctimas, en este período fue mujer, niña o bebé.
Desde el MINSAL, Soriano reconoce que esa violencia existe y marca de manera profunda la vida de niñas y adolescentes. También, defiende la actuación de Salud ante una situación que requiere un tratamiento urgente: “No estamos promoviendo el uso de anticonceptivos en ningún momento. Estamos actuando a la espera de que, cuando venga una chica y reconozcamos la necesidad, ayudemos a la educación y la orientación”.
Sí a la Vida es una organización fundada en 1987 que, describe en su página web, “trabaja en programas de salud, educación, en el combate a la pobreza e injusticia, seguridad y estabilidad económica”. Es una institución conservadora que defiende el concepto de que la vida comienza en el momento de la concepción. Desde ahí, Julia Regina de Cardenal, una de las fundadoras, señala: “Esta niña está siendo abusada y el Estado no le da una respuesta para que deje de ser abusada. La solución que le da es el anticonceptivo para que se vaya a su casa y, aunque siga siendo violada, no tenga otro hijo. Eso es absurdo”.
Sin matrimonio y sin educación sexual
A inicios de 2019, el padre del segundo hijo de Ana se fue. Pero, ella ya no regresó a la casa de su madre y su padrastro. Ya tenía un empleo, esta vez, como mesera. Así, consiguió pagar una cuota mensual por un espacio en el mismo lugar de trabajo y se quedó ahí, con sus dos hijos. El ambiente, entre música estridente y venta de alcohol, no era idóneo. Ni siquiera alcanzaba para ser llamado digno. Fue en ese lugar en donde conoció a su actual pareja. Es un hombre de 25 años de edad que le ofreció techo, uno de lámina, en una comunidad de alto riesgo por inundación y deslizamientos. Ella aceptó y ahí ha sido desde donde ha intentado hacerles frente a todas las complicaciones de la pandemia por covid-19. Hasta este día, no hay manera de que Ana dimensione el calado ni la cantidad de delitos de los que ha sido y sigue siendo víctima. “El problema son esas relaciones establecidas con adultos —apunta Verónica Larín, abogada y activista feminista—. Una menor de edad es muy fácil de manipular, por esto es que se le restringe, por ley, el poder de dar consentimiento sexual”. Pero Ana no lo sabe. Aunque vive muy cerca de una zona turística activa, su vida ha transcurrido en paralelo a cualquier estrategia educativa o informativa y a cualquier política. En El Salvador, el matrimonio está prohibido para menores de edad desde 2017. Sin embargo, las uniones tempranas son una de las causas de la deserción escolar y del embarazo en adolescentes. González, del UNFPA, señala que de cada tres niñas menores de 14 que se registraron embarazadas, dos ya estaban en una relación de pareja previa y establecida antes del embarazo. “A escala nacional, 17,650 adolescentes de 12 a 17 años tienen o han tenido una relación matrimonial o no matrimonial, esto representa el 2.6 % de la población en este rango de edad”, refiere la Encuesta Nacional de Hogares y Propósito Múltiples de 2019. En este indicador se incluye a adolescentes en matrimonio, acompañados, separados o viudos. Si se ve a escala nacional, decir que de 3 de cada 100 adolescentes han vivido en pareja suena, quizá, a poco, tolerable o esperable. Pero si se toma en cuenta solo a los que han estado en pareja y se les divide por el área donde viven, aparece que 6 de cada 10 están en lo rural. Entonces, se convierte en un componente que evidencia la desigualdad en el acceso a educación, salud y justicia. Larín, el año pasado, participó en un programa sobre educación integral en salud sexual que se desarrolló en 99 centros escolares ubicados en cantones, caseríos y barrios de varios municipios del área metropolitana de San Salvador. Al hacer un diagnóstico de esa experiencia, apunta a dos obstáculos grandes: “El tema religioso y la falta de interés de los padres, porque no quieren que se les hable a los niños de salud sexual”. El religioso ha sido, en El Salvador, un factor capaz de detener la distribución de manuales de educación sexual en 1999. También ha servido de argumento para que, en 2018, los diputados votaran en contra de la “Ley de Educación en Afectividad y Sexualidad Responsable”, por considerar que “la propuesta no está acorde con los valores cristianos que profesa la mayoría de la población salvadoreña”. Ana ha tenido una relación más larga con la iglesia que con la escuela. No es asidua, pero se congrega. En ninguna de las dos, sin embargo, ha recibido las herramientas para reconocer su situación. Sobre esto, dice, tiene un solo miedo: que la institucionalicen y que le retiren la custodia de sus hijos, así como ya, en un par de ocasiones, la retiraron a ella de su casa. Un alejamiento que no fue alivio y que recuerda más como una especie de castigo. Morena Herrera, de La Colectiva Feminista, señala que “proporcionar métodos anticonceptivos como parte de una estrategia de prevención de un segundo embarazo es necesario, pero no deben olvidarse otros derechos y otras necesidades de información, de protección, de cambio”. Ana lamenta la pobreza, el cierre del comedor donde trabajaba debido a la cuarentena y no haber podido estudiar más. Pero no lamenta su actual vida en pareja, porque no es la única. En su entorno hay otras conocidas con historias similares. Nunca fueron niñas.
Vivir es un delito
Junto con el MINSAL, otras instituciones tienen a su cargo acciones relacionadas con la protección integral de la niñez ante el abuso sexual, como la Fiscalía, el ISNA y los centros escolares. Si el único que está haciendo su labor con resultados visibles es el MINSAL, ¿en dónde queda la protección del resto de derechos de los que es sujeto una persona en la niñez y en la adolescencia?
A esto se refiere Julia Regina de Cardenal, de la Fundación Sí a la Vida: “Las leyes están para proteger a los niños y no se cumplen, no se cumple con hacer la investigación de quién es el papá del bebé, quién es el violador de esta niña y castigar al violador”. Y agrega que “es totalmente incoherente decir que, para prevenir los embarazos en estas niñas, se les tienen que dar anticonceptivos; al contrario, se tiene que velar para que estas niñas no sigan siendo abusadas”.
También en un intento por responder a esa pregunta, González, del UNFPA, busca poner un ejemplo acerca de dónde, por qué y quiénes, siendo menores de edad, encarnan la necesidad de anticonceptivos en situaciones de riesgo. Cuenta una de las historias que ha conocido durante su labor al frente de esta institución: “Hubo una niña que, a los 12 años, se fue a vivir con su mamá, separada de su papá. Cuando tenía 14, tocaron a la puerta las pandillas y exigieron que a la niña se fuera con ellos. La niña, entonces, fue violada por el jefe pandillero y por otros más. Estuvo viviendo en esa situación por dos años hasta que, en algún momento, quedó embarazada. Cuando la mandaron a cobrar una extorsión, pasó por una venta de pesticidas; compró uno y lo usó para envenenarse. Lo que quiero decir es que sería un error solo juzgar la acción, cuando no conocemos la historia que hay detrás de estas personas”.
Entre Iris y Ana, ambas víctimas, hay algunas distancias. La principal es el reconocimiento. Iris fue atacada y desde el inicio supo que estaba mal. Ana no, ella huyó y sus parejas se volvieron “salvación”. Ana no se siente víctima porque, en su contexto social, hay otras como ella, que la reafirman, es decir, que también son víctimas sin poder asumirlo. En ambos casos, también hay similitud: un Estado que las desprotegió y solo estuvo presente en inyectables o pastillas.
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